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jueves, 31 de julio de 2014

EL JOVEN MANUEL SACRISTÁN: LA FORJA DE UN FILÓSOFO REBELDE



María Francisca Fernández Cáceres va a presentar, en el próximo otoño, su tesis doctoral, a cuya feliz lectura he dedicado esta semana.
Francisca, Pachi, se enfrenta a la formación personal, política e intelectual de Manuel Sacristán Luzón. Su trabajo aporta novedades importantísimas. En primer lugar, una sociogénesis de las disposiciones de Sacristán, resultado de un análisis cuidadoso de su experiencia familiar: toda familia es un campo de luchas por imponer un modelo de criatura y Sacristán sacó tanto de su padre, como de su madre. Francisca es sensible también a las maneras complejas en que nos inventamos una familia que no existió -a lo cual llamaba Freud la "novela familiar del neurótico".
Políticamente, la tesis recorre un camino espinoso. Combinando memorias, indicios y trabajos del propio Sacristán, Pachi estudia, con un nivel de precisión desconocido, un caso dentro de la gran transformación generacional que convirtió a muchos fascistas en opositores a Franco.
No voy a comentar los hallazgos fruto de un riguroso trabajo de archivos y un obstinado y reflexivo cruce de fuentes: espero que haya una editorial que publique pronto su libro. Diré algo que me parece metodológicamente relevante. Durante muchos años se impuso un consenso ideológico, sobre todo en la historiografía española: el fascismo era malo y el comunismo también y ya los malos de los malos fueron los que pasaron de uno a otro. Porque lo bueno, la norma, es haber pasado de uno u otro al liberalismo, como si en el fascismo no hubiese racionalidad ni en el marxismo emancipación. Así, ciertas carreras se convirtieron en normas que juzgaban a los demás, entre las cuales se encontraban importantes representantes del mundo de las Letras.
Francisca hace una cosa sencilla, muy sencilla de enunciar, pero dificilísima de practicar: colocar a Sacristán en su espacio de posibles y comprender cómo se hizo fascista, admirando a Simone Weil y a la cultura alemana. Posteriormente, Sacristán optó por otro compromiso. No era ya un adolescente hijo de un cuadro del Régimen, sino una persona adulta y reflexiva: entonces se hizo comunista. Sacristán era un hombre serio y en los ambientes letraheridos eso queda, en ocasiones, algo paleto, rígido, estirado. Algunas de los episodios sulfurosos de su biografía (conflicto con Barral, Gil de Biedma, Vázquez Montalbán...) son tratados de manera equilibrada. Sacristán aparece como un hombre de principios, que pueden resultar simpáticos o no, pero que siempre demostró, con un coraje enorme, que no estaba en política para chalanear.
Finalmente, en filosofía, su trabajo es maravilloso. Como el trabajo anterior se ha hecho bien, Pachi reconstruye la forja del filósofo rebelde y nos ofrece un mapa, apropiadísimo y adaptado a contexto, del esfuerzo de Sacristán por encontrar una voz propia. Y lo vemos leer respetuosamente a Heidegger pero cuestionarlo desde la epistemología de Ortega, definir políticamente su existencialismo y, siempre con Ortega en la mochila, asumir la racionalidad del marxismo. En ese sentido, respecto al marxismo, el existencialismo y, cómo no, la lógica, la tesis propone un soberbio estado del campo, tal y como se percibía en un punto de la España franquista en los años 50. Y, para acabar, otra enorme novedad de la tesis, Pachi ofrece un equilibrado estado del campo plasmado en un caso muy difícil de estudiar: las famosas oposiciones a la Cátedra de Lógica en Valencia. El resultado es extraordinario, un ejemplo de manejo de metodología comparativa y de erudición.
Entre los muchos documentos que rescata y analiza hay uno por el que tengo debilidad. En él Sacristán discute con Julián Marías sobre Ortega. Y hay que leer lo que dice de él, en Nuestra Bandera, en años de exilio y persecución. Y hay que leer lo que dice de Ortega, escribiendo como marxista y también como español, como hombre que se toma en serio la realidad de su pueblo, comparándolo con lo que habían escrito otras luminarias del comunismo de la época: Federico Sánchez (Semprún) y Fernando Claudín.
Semprún y Claudín renegaron del comunismo y, más o menos, del marxismo. Visto lo que escribían, tenían razones. Pero Sacristán, siendo un joven recién llegado, procedente del falangismo, que aún no se había asegurado el sustento (que nunca tendría) escribía otras cosas, con otro tono, con otro respeto al adversario, con una concepción amplia de su propia herencia intelectual. Para un español, dice Sacristán, es más importante medirse con Ortega que con Heidegger o Neurath: sus límites, los de Ortega, son también los de nuestra realidad nacional, a la que Ortega quiso permanecer fiel y en la que buscó desesperadamente interlocutores. Ese era el joven filósofo comunista, así hablaba, dijeran lo que dijeran Claudín o Semprún.
 Semprún y Claudín fueron los buenos, las trayectorias modélicas. Sacristán el dogmático.
Mentira: Sacristán nunca fue dogmático, por eso no se arrepintió de ser comunista, ni necesitó darse golpes en el pecho cuando dejo de creer en la URSS. No necesitó hacerse liberal ni proclamar (¡menuda estupidez, menuda impostura!) que tras la pulsión revolucionaria se esconden los aspirantes a comisarios del NKVD. Ser comunista no era ser dogmático, como lo fueron, y mucho, los dos pensadores nombrados -pero no Sacristán. Cuando se escriba un libro blanco del comunismo, Sacristán encontrará mucho espacio.
Un trabajo tan importante como este contribuirá a ello.

miércoles, 30 de julio de 2014

María Francisca Fernández sobre La norma de la filosofía





En el número 22 de la Revista Española de Sociología (RES) María Francisca Fernández reseña La norma de la filosofía: la configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013.
Quien estudie el ámbito intelectual español reciente se encontrará con un relato bien asentado sobre los efectos de la Guerra Civil y la posterior transición. Básicamente este relato señala, primero, que la victoria de Franco acabó con la vida intelectual trasformando a España en un erial, por lo menos hasta mediados de los cincuenta, y luego, que la modernización intelectual se dio paralelamente y en estrecho vínculo con el tránsito ideológico de toda una generación de falangistas de “corazón liberal”. El presente trabajo de Moreno Pestaña se enfrenta a este relato relativizándolo, no sin recoger lo que él tiene, en parte, de realidad.
Para ello el autor propone una sociología de la filosofía española. Pero ¿qué es esto? ¿Puede la ciencia social ayudar a comprender mejor a los filósofos y sus filosofías? La respuesta es, según Moreno Pestaña, sin duda positiva. Lo que se gana con esta perspectiva es dar cuenta de la relación de la filosofía con las problemáticas concretas en las que se gestó, dimensión sin la cual no se comprende históricamente un pensamiento. El acontecimiento Guerra Civil toma así centralidad en un relato en el que se dan cita tres perspectivas de análisis. La que hace atención a la historia interna de las ideas, con su historicidad particular que conforma “una pantalla filosófica de doctrinas” (p. 173) a las que se enfrenta el filósofo; la trayectoria de los filósofos que las encarnan, con la diversidad de condicionantes vitales: origen social, formación y posición institucional, tienen un lugar importante en la descripción; y por último, una dimensión contingente en forma de acontecimiento.
Esta propuesta teórico-metodológica está expuesta en una larga introducción, de la que habría que destacar también la exposición de las relaciones posibles entre la filosofía y la sociología (y en general de la filosofía con las ciencias sociales). Aquí se sostiene que estas disciplinas, aunque independientes, se encuentran, tanto por sus objetivos como por las características de sus objetos de estudio en un proceso constante y tenso de hibridación o mutua implicación. El libro se incluye de esta manera en un proyecto intelectual más amplio, que se desarrolla en la Universidad de Cádiz junto a Francisco Vázquez, entre otros investigadores, y que ha dado ya, junto al presente libro, tres entregas de trabajos de sociología del pensamiento español: de Moreno Pestaña, Filosofía y sociología en Jesús Ibáñez. Genealogía de un pensador crítico, Siglo XXI, Madrid, 2008; de Francisco Vázquez García, La filosofía española: herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Abada, Madrid, 2009. Este último, para quien se interese por el tema, es una lectura obligada como continuidad de La norma…
El libro se ofrece en una introducción y cuatro capítulos que recogen tres debates intelectuales. En estos debates —y por ello, justifica el autor, se prefiere el estudio de debates antes que de escuelas o grupos— se juega la definición del filósofo y se configura “la norma” que regirá en gran medida la filosofía posterior.
En el primer capítulo, “Trayectorias de filósofos y Guerra Civil española”, se analiza el efecto que la Guerra Civil tuvo sobre el campo filosófico. En él se describen las condiciones sociales necesarias para ser considerado filósofo antes de la guerra y las trasformaciones que esta significó. Aquí Moreno Pestaña muestra, apoyado en documentos inéditos, los esfuerzos inmediatos que se hicieron para que “el más alto exponente del neoescolasticismo” (p. 69), el padre Santiago Ramírez, cubriera la cátedra de Metafísica de Ortega. Se introduce el primer debate en torno a la calidad filosófica de Ortega y su escuela. Lo interesante de esta reconstrucción es que muestra lo que hay de ruptura y de continuidad con el estado inmediatamente anterior del campo filosófico y especifica de manera concreta las formas en que la victoria de Franco institucionaliza una corriente filosófica (el neotomismo), que es también un proyecto intelectual ligado a personajes con características sociales bien definidas.
En el capítulo dos se presenta el debate sobre la teoría de las generaciones entre Pedro Laín y Julián Marías. El lector encontrará aquí la exposición de una discusión que contradice la supuesta nulidad intelectual de los años cuarenta. La problemática planteada, sobre la naturaleza de la filosofía y su relación con la historia, da cuenta de la persistencia en España de un debate internacional de ascendencia alemana, que en los cuarenta aún conformaba el presente intelectual para un Laín formado en el contexto de la universidad republicana. Gran parte de este capital cultural se perderá con la disolución de la Escuela de Ortega.
El tercer capítulo explora la “Estabilización del nuevo canon” tras la victoria de Franco. Este, argumenta el autor, va a definir la filosofía como una actividad cerrada sobre sí, la filosofía como “cultivo de textos y la producción de los mismos” (p. 127), como comentario especializado de filosofemas en gran medida independientes de los contextos tanto sociales como intelectuales en que fueron pensados. Con las herramientas de la sociología, Moreno Pestaña va a defender lo siguiente, y esta es una de las propuestas centrales del libro: el modelo intelectual ligado al neoescolaticismo, es decir, la filosofía como comentario de textos filosóficos, permanece “en las estructuras mentales de los agentes” (p. 128) más allá del contenido neoescolástico y esta norma de la filosofía, esta forma de ser y concebir el trabajo filosófico, se torna hegemónica en la transición. En la renovación y la apertura a la vanguardia internacional persiste una concepción mayoritariamente cerrada de la filosofía. Esta propuesta, polémica por cierto, puede ser un fructífero analizador del ámbito intelectual español en la transición con resonancia hasta la actualidad.
Finalmente el cuarto y último capítulo “¿Cómo continuar con la filosofía?” reconstruye el frustrado debate entre Gustavo Bueno y Manuel Sacristán de fines de los sesenta —frustrado, pues Sacristán lamentablemente guardó silencio—. Aquí Moreno Pestaña pone a funcionar su propuesta sociológica en este caso centrado en el análisis de la transmisión intelectual. Propone en este capítulo otra hipótesis polémica, a saber, aquella que defiende la coincidencia de fundamentos intelectuales entre Sacristán y Bueno, ambos marxistas aunque bien diferentes uno del otro. Esta coincidencia, argumenta el autor, emana de una misma raíz teórico-filosófica y está asentada en una experiencia generacional compartida, característica de un momento histórico en el cual Ortega tuvo un papel fundamental para aquellos jóvenes que iniciaban su vida intelectual alrededor de los años cincuenta. Evidentemente es muy difícil sostener tal hipótesis si se considera exclusivamente, ya sea la comparación de constructos filosóficos, ya sea la orientación política de los involucrados. La convergencia entre historicismo orteguiano y marxismo se construye sobre una red argumentativa compleja que hilvana la teoría en la trayectoria individual y social de sus protagonistas.
Moreno Pestaña nos presenta una reconstrucción compleja, atenta a fuentes empíricas diversas (textos filosóficos, entrevistas, trabajo sobre archivos, memorias, correspondencia), que tiene como objetivo “dibujar con toda la densidad posible” (p. 115) los múltiples efectos de la Guerra Civil para el campo intelectual. El resultado es un libro relativamente breve (214 páginas), de un estilo claro y directo mas sin por ello perder en consistencia y profundidad. Tanto por la innovación metodológica como por el rendimiento que de ella se deriva—en una reflexividad constante sobre el material empírico—, considero que este es uno de los trabajos más interesantes que se han realizado sobre filosofía española. Una sociología empírica que tiene como objeto de estudio los discursos dominantes es un trabajo que está muy expuesto a la crítica. Resulta mucho más polémico que otros objetos de estudio, pues apunta a dilucidar los implícitos que organizan el discurso legítimo, por tanto, las condiciones de producción de la verdad y la historia. Por ello este libro, además de ser un trabajo de gran calidad, es una propuesta valiente, que nace del compromiso del autor con la veracidad científica, asentado por lo demás en un fino y sobrio paladar epistemológico. Que otra selección de fuentes es posible, que una interpretación alternativa de las mismas también lo es, es cierto, pero estos riesgos son característicos de toda ciencia social que no esquive la complejidad del material empírico ni pretenda acomodarlo, sin más, a la razón teórica. La racionalidad en ciencias sociales se juega en un equilibrio precario entre pruebas parciales y coherencia de los supuestos teóricos, estos cuando se ensambla bien conforman una racionalidad situada, que debe atender tanto a la complejidad empírica como al “sentido común” de la ciencia. Moreno Pestaña, formado en la escuela de la epistemología francesa y traductor de Jean-Claude Passeron, maneja solventemente este alto estándar científico. La crítica que se haga a este trabajo debe considerarlo.
Por último, hay que señalar que la apuesta intelectual de Moreno Pestaña tiene una evidente inspiración orteguiana, presente de forma trasversal en el libro. Una inspiración crítica y selectiva que recupera y continúa la herencia de una filosofía racionalista, en hibridación con las ciencias sociales, fertilizándola con la sociología francesa (Pierre Bourdieu) y anglosajona (Randall Collins y Martin Kusch). El autor, como todo intelectual creativo, se encuentra inmerso en redes intelectuales heterogéneas (p. 101). En este contexto hay que entender su posicionamiento dentro de una genealogía intelectual de ascendencia orteguiana. Ella tiene, como diría el autor, dos supuestos: primero, que hay una herencia nacional intelectualmente valiosa; y segundo, que paradójicamente la persistencia de una norma implantada bajo el nacionalismo fascista ha hecho a la inteligencia española sorda de su propia tradición.


MARÍA FRANCISCA FERNÁNDEZ CÁCERES
mariafrancisca55@gmail.com

Doctoranda-investigadora, Área de Filosofía de la Universidad de Cádiz