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viernes, 28 de diciembre de 2012

Reseña del libro de Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E. P. Thompson"

 
 
Acaba de publicarse en el último número de Historiografías Revista de Historia y Teoría, 4 (2012), pp. 127-130, una recensión de la obra de nuestro compañero de proyecto, Alejandro Estrella, Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E. P. Thompson, Cádiz, Universidad de Cádiz, Universidad Autónoma Metropolitana, 2012. Su autor es Francisco Vázquez. Puede consultarse pinchando aquí

martes, 11 de diciembre de 2012

La Transición de los filósofos españoles

La revista  Spagna Contemporanea  en su último número 41 (2012), pp. 162-164, Giaime Pala (de la redacción de Mientras Tanto) ha publicado una recensión de La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009. Con permiso del autor reproducimos el contenido. 


Francisco Vázquez García, La Filosofía española: herederos y pretendientes.
Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada Editores, 2009, pp. 440,
ISBN 978-84-96775-60-2

Históricamente, los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo y, en algunos casos, a transformarlo. Pero lo que raramente han hecho es interpretar la historia de su gremio y las vicisitudes que caracterizaron la vida de sus miembros para transformarlo desde dentro. En una palabra, han sido renuentes a la hora de historiarse y de proporcionar una descripción de su ámbito profesional que fuera más allá de los debates teoréticos; las ideas siguen siendo el tema principal, a veces único, alrededor del cual se vertebran las principales historias de la filosofía española del siglo XX, como si el filósofo fuera un intelectual interpretable exclusivamente por su cerebro y no como sujeto histórico insertado en una realidad determinada. 

A esta manera de concebir la historia de la filosofía se opone Francisco Vázquez García, catedrático de Filosofía en la Universidad de Cádiz, para quien las ideas filosóficas no se explican por sí solas, sino también en función de las biografías, trayectorias políticas y enfrentamientos académicos entre los hombres que las produjeron. De manera que el Autor nos presenta una historia de los filósofos españoles en los años 1963-1990 que conjuga el estudio de las ideas con las sociologías filosóficas e históricas, siguiendo una propuesta hermenéutica que, pese a no haber tenido una gran audiencia en España, ha producido brillantes resultados en Francia (Pierre Bordieu) y en Estados Unidos (piénsese en el Randall Collins de Sociología de las Filosofías). En fin, nos hallamos ante un libro cuyo principal objetivo es explicar la “Transición filosófica” española — paralela a la Transición política — por la cual se produjo el final de la hegemonía intelectual y institucional del pensamiento oficial de corte tomista (los “herederos” del franquismo) en favor de una red alternativa de filósofos ansiosos por conectarse al debate europeo de la época y ligados a la lucha antifranquista (los “pretendientes”). Para ello, el libro arranca con una sólida descripción de la filosofía afecta al franquismo y de su deterioro a partir de la década de los Sesenta. El control tentacular de las cátedras universitarias y de las revistas de filosofía ejercido por los hombres del Opus Dei no impidió las crisis del tomismo y de la escolástica debido a causas tanto exógenas como endógenas. Por un lado, los vientos renovadores del Concilio Vaticano II supusieron un duro golpe para el integrismo filosófico español, en tanto que deslegitimó su propósito de seguir encarnando la ortodoxia del pensamiento cristiano y aceleró el proceso de alejamiento de sectores del catolicismo de la órbita del régimen (Compañía de Jesús y organizaciones de base como las JOC y la HOAC). Por el otro, el antifranquismo intelectual surgido a finales de los Cincuenta fue adquiriendo consistencia en el ámbito del pensamiento y capacidad de maniobra en el terreno de la lucha de las ideas. Todo ello obligó a los opusdeístas capitaneados por el madrileño Sergio Rábade, a abrirse a corrientes laicas como la fenomenología y el idealismo alemán, tratando, eso sí, de imponer un prototipo de filósofo extremadamente académico, cultivador de las ramas más ascéticas de la Filosofía (Metafísica y Lógica) y alejado del ensayismopolítico de raíz orteguiana. En resumidas cuentas, un filósofo “puro” cuyas duras tareas de laboratorio le volvían impermeable a las bajas pasiones de la política (democrática, claro está).

Con todo, y aun manteniendo un considerable poder académico hasta los años Ochenta, la galaxia del Opus Dei no pudo contener el avance de los jóvenes leones procedentes de la oposición política. Conviene tener presente que, aunque todos se presentaran como alternativos al establishment filosófico-político de la época, estos nuevos pensadores no tenían demasiados puntos en común. Más bien, formaban una constelación compuesta por una serie de “nódulos” filosóficos que solían crearse alrededor del liderazgo carismático de un maestro y cuyos miembros no compartían necesariamente los mismos campos de estudio y convicciones políticas. Dicho de otro modo: eran núcleos de elaboración intelectual que mantenían un grado de cohesión personal e ideológica no siempre homogénea y que, además de enfrentarse al común enemigo opusdeísta, no dudaron en emprender
una pugna más o menos subterránea por la hegemonía en el mundo de la filosofía española. Para Francisco Vázquez, son cuatro los nódulos filosóficos que formaron esta red alternativa: los de Oviedo y Valencia, nucleados respectivamente en torno al materialismo académico de Gustavo Bueno y al cultivo de la lógica formal de Manuel Garrido; el nódulo del filósofo del PSUC Manuel Sacristán, centrado en Barcelona y Madrid y estandarte del marxismo dialéctico; y, finalmente, el nódulo de José Luis López Aranguren, al que el Autor dedica el análisis más detallado por haber sido el más variado y el que terminó imponiéndose como ganador de la contienda.

El haber escogido al pensador de Ávila como cabeza visible del nódulo no se debe tanto a la riqueza de su reflexión cuanto al hecho de que reunía en su persona una serie de elementos culturales y biográficos que le convertían en una figura capaz de atraer a jóvenes filósofos de distintas características: discípulo de Xabier Zubiri y cercano en su juventud al legado de Ortega y Gasset, con los años se convirtió en el abanderado de un catolicismo reconciliado con el mundo contemporáneo
y de un marxismo cálido y humanista, amén de ser uno de los introductores de la filosofía analítica en la piel de toro y de poseer una vasta cultura literaria que le permitió adentrarse en el terreno de la crítica textual. A esto, hay que añadir el contacto que mantuvo con la contracultura estadounidense de los Sesenta durante su tránsito por las universidades californianas y sus escarceos con la investigación social empírica. Cualquier filósofo inconformista podía encontrar en el ecléctico Aranguren una guía para encauzar sus inquietudes, por lo que no es de extrañar que este nódulo asumiera una fisonomía estructurada en tres “polos”: el religioso, el científico y el artístico-trágico. Igual que con los otros nódulos, Vázquez realiza una cartografía rigurosa y brillante de estos “arangurenianos” tan diferentes entre ellos: desde los neonietzscheanos iconoclastas que sacudieron la escena de los Setenta (F. Savater, E. Trias, X. Rubert de Ventós) y los estudiosos de la relación entre Historia y Metafísica (A. Bolado, A. Cortina, R. Mate, R. Valls Plana), hasta los pregoneros de la filosofía analítica liderados por Javier Muguerza. Como ya se ha dicho, en los años Ochenta, este nódulo saldrá victorioso tanto por méritos propios como por la consunción intelectual del bloque opusdeísta y el estancamiento de los grupos de Bueno, Garrido y Sacristán. El nombramiento en 1986 de Muguerza como director del Instituto de Filosofía del CSIC y la consolidación académica de sus colegas afines, certificarán el definitivo traspaso de poderes de los “herederos” a unos “pretendientes” que, ahora ya, dejaban de serlo.

Como siempre ocurre con los buenos libros, es complicado dar cuenta en pocas páginas de la riqueza del relato y del esmero interpretativo de Francisco Vázquez. Sin embargo, es menester resaltar que su investigación es especialmente aprovechable para los historiadores por la manera de estudiar al intelectual: un sujeto que no sólo vive de ideas, sino que, por necesidad o vocación, se vuelca en la ocupación de espacios de poder político y académico que le permiten conservar o subvertir los principios que jerarquizan su campo disciplinar. Más claro todavía: un sujeto que sabe que las ideas no son nada sin un capital político-académico (control de cátedras y revistas, presencia en los medios de comunicación, contacto con los partidos políticos y capacidad de tejer complicidades dentro de su gremio) con el que construir redes de influencia y apuntalar su estatus intelectual. El ejemplo de Muguerza encarnaría a la perfección lo que acabamos de decir: su habilidad para federar opciones filosóficas alternativas y presentarse como hombre de consenso, unida a una indiscutible solvencia para crear discípulos y copar espacios universitarios, explica su éxito como filósofo en la España democrática en la misma medida que su obra de carácter asistemático.

Asimismo, merece destacarse la brillantez del Autor para explicar cómo el origen social influye en el tipo de relación que el filósofo entabla con la universidad, la elección de los temas que investiga y los estilos narrativos que emplea para difundir los resultados de su trabajo. En efecto, no se pueden entender la irreverencia lúdico-libertaria y la aversión a la burocracia de un Savater o un Trias sin el ingente colchón económico de sus familias (que les permitía obviar los problemas económicos y las desagradecidas tareas de gestión académica que apenaban a los profesores “No Numerarios”), ni el deseo de los filósofos de orígenes humildes de alcanzar el reconocimiento institucional del que gozaban los catedráticos a través de un filosofar “hipercorrecto”, esto es, ortodoxo y ultraacadémico (lenguaje críptico, tendencia a identificar el oficio con la crítica de los textos, rechazo del panfleto y del artículo de batalla en la prensa, etcétera). En el quehacer de un filósofo, el cómo es tan importante que el qué. Así es como Vázquez ha estudiado a sus compañeros de profesión en un libro erudito sin ser pedante, sofisticado sin ser abstruso y valiente sin ser provocador. En definitiva, un libro imprescindible para todos aquellos que creen que la historia de la cultura y de los intelectuales es mucho más que el análisis filológico de libros, artículos y conferencias.

Giaime Pala

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Reseña de Carlos Illades sobre "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson"





La Revista Signos Filosóficos de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa edita en su volumen 14, número 28 de 2012 una reseña de Carlos Illades sobre el libro de Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson". Con permiso del autor reproducimos el contenido de la reseña:


Miseria de la Teoría (1978), el volumen que E.P. Thompson dedicó a la filosofía de Louis Althusser, pareció a no pocos un exabrupto de un historiador tan brillante como iracundo: “le dije en su momento –recuerda Eric Hobsbawm— que era un crimen abandonar su labor histórica, capaz en principio de hacer época, para discutir con un pensador cuya influencia habría fenecido al cabo de diez años”[1]. Después de leer a Alejandro Estrella cuando menos este crimen resulta explicable, y en las librerías tristemente se puede confirmar que el “giro lingüístico” prácticamente enterró a ambos.
Clío ante el espejo es una guía confiable para escarbar la raíz de este conflicto en la medida que el objeto de su socioanálisis es reconstruir la trayectoria intelectual de Thompson hasta la publicación en 1963 de La formación de la clase obrera en Inglaterra, de cómo un infatigable e inquieto tutor escolar de adultos llegó a ser uno de los mejores historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Allí, empleando el concepto de habitus de Pierre Bourdieu, Estrella muestra convincentemente cómo se conformaron las disposiciones primarias del historiador oxoniense hacia la literatura, la historia y el mundo de los subalternos, para ligarlas posteriormente con la experiencia de una generación formada políticamente en los frentes populares antifascistas, llamada a filas en la segunda Guerra Mundial y que se decepcionó del “socialismo realmente existente” tras la invasión soviética a Hungría en octubre de 1956, pero, no obstante, evitó contagiarse de la “Gran apatía” que se apoderó de la conciencia británica durante el boom económico de posguerra pues, como observa Estrella, “enfrentado a la urgencia política del contexto de la Guerra Fría, Thompson entendería de vital importancia reactivar la actividad humana de intervenir como agency consciente en el curso de la historia” (p. 252).
La minuciosa reconstrucción de Estrella, que lleva de la mano al lector desde el entorno familiar de E.P. Thompson, la tragedia que significó la temprana pérdida de su hermano Frank en Bulgaria, la militancia comunista y la redacción de William Morris. De romántico a revolucionario publicado en 1955 (primera parte); ocupándose después de la Guerra Fría, la creación de la New Left Review y el desarrollo del materialismo cultural en Inglaterra (segunda parte), hasta llegar al momento de su consagración con la edición de La formación de la clase obrera en Inglaterra (tercera parte), dificulta hacer justicia a este excelente estudio en unas cuantas páginas, por lo que procuraré tratar los aspectos que considero más destacados de Clío ante el espejo.
En primer lugar, ¿por qué toma Thompson el camino de la disidencia política e intelectual?, mas si tenía todo para triunfar en la carrera académica (capital cultural, relaciones y, sobre todo, talento). El historiador tuvo un padre metodista y a la vez crítico del imperialismo británico en la India, y un hermano brillante y admirado que pronto abrazó el comunismo. Edward Palmer recibió la formación básica en una escuela para gente común y la universitaria en Cambridge. Todo ello lo inclinó hacia la contracultura de élite y el compromiso político representado por el partido comunista y, después de 1956, a la nueva izquierda. El vínculo sentimental con la también historiadora Dorothy Towers, a partir de 1945 y hasta su muerte, reforzaría su lado militante, apuntalando simultáneamente su carrera profesional (p. 61).
La actividad política lo aproximó al marxismo, corriente que dominaba ya el campo de la historia social británica con los trabajos de Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric J. Hobsbawm y George Rudé, organizados todos ellos en el Grupo de Historiadores del Partido Comunista. “En la pugna entre historia tradicional e historia social –nos dice Estrella--, los historiadores marxistas se sitúan a la vanguardia de la innovación historiográfica al recabar toda la herencia de esta última redefiniéndola desde la perspectiva del conflicto de clases y ajustando dicha readaptación a los protocolos disciplinares vigentes” (p. 92).
La densidad de la historiografía dentro del marxismo británico, a diferencia del continental, se debió, cuando menos en parte, a que en los ensayos históricos desarrollados en el primer tomo de El Capital se ocupaban del caso inglés. No en balde, los famosos Estudios sobre el desarrollo del capitalismo (1946), de Maurice Dobb, pretendieron dar un sustento histórico a la tesis de la “llamada acumulación originaria del capital” expuesta por Marx en el famoso capítulo 24. Thompson compartió y cosechó los logros intelectuales del grupo, no obstante que  Rebeldes primitivos, de Hobsbawm, y La multitud en la Revolución francesa, escrito por Rudé, circulaban desde 1959.
La formación de la clase obrera en Inglaterra, que obedecía sobre todo a una intención política y no al afán académico, tuvo un impacto tal dentro y más allá de la historiografía anglosajona, permitiendo a Thompson un amplio reconocimiento dentro del campo a pesar de haber sido hasta entonces un outsider que, entre otras credenciales faltantes, carecía del doctorado. Sintomáticamente, la historia se repetirá pero a la inversa en la década de los ochenta: cuando estaba en la cúspide de la fama como historiador, abandonó la investigación –ya antes lo había hecho con la docencia cuando renunció a su cargo en la Universidad de Warwick-- llegando a ser, quizá, la voz más autorizada del movimiento antinuclear europeo. Esto es, si nos atenemos también a Bourdieu, se convirtió en intelectual.
El segundo aspecto que quiero destacar se refiere a cómo se insertó Thompson en el debate marxista de los cincuenta, a mi juicio la parte mejor lograda de Clío ante el espejo, que además ayudará a explicar por qué Thompson, en el pináculo de su trayectoria intelectual, arremete contra Althusser, con quien, muy a su pesar, tenía algunas coincidencias básicas y, dado que, uno y otro, trataron de ofrecer salidas al callejón marxista de la época. La muerte de Stalin, el informe secreto presentado por Jruschov en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956 --que denunció el “culto a la personalidad” del dictador georgiano-- y la edición de los escritos del joven Marx crearon las condiciones para que desde la Unión Soviética se intentara cambiar el rostro nacionalista y represivo del estalinismo en favor de una versión “humanista” del socialismo. En Francia reaccionó Sartre reivindicando la libertad de los agentes sociales dentro del proceso histórico, en México lo hará Adolfo Sánchez Vázquez a través de su filosofía de la praxis, mientras el marxismo británico recuperará a la cultura como un elemento constituyente, material y productor de significados dentro de la totalidad social. Thompson –plantea Estrella— colaboró “en la construcción de un humanismo socialista, constituido no sólo como respuesta crítica al estalinismo y a la socialdemocracia sino como un proyecto político de transformación social y cultural” (p. 192).
Raymond Williams (Cultura y sociedad, 1958), Richard Hoggart (La cultura obrera en la sociedad de masas, 1957) y E.P. Thompson fueron quienes dieron forma a este materialismo cultural que irradiará su influencia hacia la historiografía, la antropología, la sociología, la teoría literaria y los tempranos estudios culturales. Éste asignó un lugar relevante a la práctica social dentro del proceso histórico: Thompson la conceptualizó como experiencia y Williams la designó “estructura de sentimiento”. La experiencia y la acción humana (agency) –indica Estrella— serán los presupuestos teóricos ocultos en la poderosa y envolvente narrativa de La formación de la clase obrera en Inglaterra. La metáfora marxiana de base/superestructura, esbozada en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859) sería victimada por aquél, quien postuló que en la superestructura también había producción. Como veremos poco más adelante, a pesar de sus divergencias teóricas, Althusser detectó también la precariedad de este edificio en su ensayo “Contradicción y sobredeterminación” (1962), donde mostró cómo la superestructura también actuaba sobre la base, condicionándola. Esto, por ejemplo, permitía explicar al filósofo francés el papel de los bolcheviques en la Revolución de Octubre.
Si la eclosión de la historia social dio pábulo a Past and Present (1952), la del materialismo cultural alumbró a la New Left Review (1960). Estrella reconstruye muy bien el clima intelectual de la época y sigue en detalle a los dos grupos y revistas (The New Reasoner y University and Left Review) cuya fusión hará posible la primera New Left, expresión teórica de una izquierda que no se reconocía ya en el viejo obrerismo y que miraba en dirección de los nuevos movimientos sociales (feministas, antinucleares) y de la descolonización del Tercer Mundo. Decíamos que el alejamiento de Thompson del socialismo soviético ocurrió en 1956; de hecho, en la primera edición de William Morris. De romántico a revolucionario, muestra todavía afinidad con el marxismo oficial, por lo cual, ya liberado del indeseable bagaje, en la edición de 1977 suprimirá más de un centenar de páginas del texto. El laborismo tampoco le parecía que conformara una alternativa a la “Gran apatía” que campeaba en la isla. Tanto en el Este como el Oeste la Guerra Fría produjo un marasmo político que, según el historiador británico, será el trasfondo histórico del estructuralismo, de esa especie de inmovilismo que hundía a todos en la pasividad y el conformismo, que en el plano teórico no creía en la acción de los actores sociales pues, en rigor, los consideraba incapaces de decidir por sí mismos. En este contexto, señala Estrella, la New Left se posiciona “como un movimiento frente a las nuevas élites surgidas en la sociedad de posguerra” (p. 141), constituyéndose además como un referente de la contracultura de la época y, al mismo tiempo, “como el único ejercicio de renovación teórica de la izquierda” que no significara abandonar las aspiraciones revolucionarias (p. 138).
La primera New Left mantuvo un equilibrio inestable durante dos años, en buena medida por las diferencias (de origen, experiencia política y generacional) entre los grupos que la formaron, de tal manera que para 1962 se hizo de la dirección el jovencísimo Perry Anderson, quien daría continuidad a la revista hasta el día de hoy. Thompson describió con estas palabras llenas de ironía el arribo de los nuevos marxistas teóricos, por añadidura simpatizantes de su versión continental y francófona: “Calándose los pasamontañas hasta las orejas, desembarcan y luchan hacia adelante para proporcionarle la intensa consciencia racional de sus instrumentos cortantes a ‘la intelligentsia tradicional completamente sepultada’… Aumenta el suspense a medida que ellos –‘los primeros marxistas blancos’— se aproximan a los asombrados aborígenes”[2].
Con su arribo a la isla, el cientificismo althusseriano amenazó las posiciones ganadas por el materialismo cultural y la historia social en las sordas batallas de los cincuenta. Terry Eagleton planteó la necesidad de crear una ciencia de la producción literaria que superara los balbuceos teóricos de sus predecesores y Perry Anderson retomó la categoría de sobredeterminación para fundamentar la importancia del Estado durante el absolutismo. Entrados los setenta, algunos teóricos sociales despojaron de todo contenido histórico el concepto de modo de producción. Y, desde los albores de la década anterior, ya el propio Althusser había postulado un antihumanismo teórico que desenmascaraba el fundamento ideológico, es decir no científico, de “la interpretación ‘humanista’ de la obra de Marx”, impuesta “progresivamente e irresistiblemente en la filosofía marxista reciente, al interior mismo del partido comunista soviético y de los partidos comunistas occidentales”[3]. En lo que a Francia respecta, el objeto de la crítica era Sartre. Además, en su “lectura sintomática” de El Capital, el filósofo nacido en Argelia concibió a la historia como un “proceso sin sujeto”, obliterando, o cuando menos minimizando, la acción intencional de los actores sociales. “La irrupción de estas propuestas –destaca Estrella— acaece precisamente cuando la historiografía marxista británica está  embarcada en un proceso de expansión… estos historiadores no dejarán de percibir como una amenaza a su autonomía y a su capital específico, las ambiciones de estas propuestas desarrolladas fundamentalmente en disciplinas adyacentes a la historia” (p. 170).
El contrapunto de la postura teórica de Thompson no podía ser mayor. Sin embargo, éste tardó mucho tiempo en responder y, cuando lo hizo, pasó por alto las coincidencias con Althusser (ya señalamos la adecuación de la metáfora de la base y la superestructura, podríamos agregar ahora la tesis de que las clases se constituyen a partir del conflicto). Si estiramos el hilo tendido por Estrella, esto se debe quizá a que el historiador oxoniense aprovechó todo el capital intelectual acumulado para desafiar al filósofo marxista más importante de su generación. Sumido en sus crónicas crisis maniaco-depresivas, probablemente éste nunca conoció la furibunda crítica expuesta en Miseria de la teoría.
Para terminar tomo prestada otra idea de Clío ante el espejo para hablar de la trayectoria de la historiografía marxista británica durante los noventa, y en particular de Hobsbawm. En su autobiografía, el historiador nacido en Alejandría lamentó que el reconocimiento intelectual le llegara bastante tarde, siendo ahora (a sus noventa y cinco años) el historiador acaso más conocido, traducido y respetado del mundo, no obstante que nunca renunció a su militancia comunista. Su gran talento, erudición y prosa, no bastaron para competir con el encanto del poeta romántico que habitaba en Thompson, del rebelde que desafío el canon y trató de acabar con el conformismo de su generación. La obra del oxoniense, que germinó en medio de una de las más sólidas comunidades intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, opacó en parte a la de sus compañeros de viaje, notables historiadores también. El gran éxito de la Era de los extremos, publicada por Hobsbawm en 1994, esto es, un año después de la muerte de Thompson, lo atestigua. Con él, el sacerdote recuperaba el lugar ganado por el profeta.

Carlos Illades
UAM-Iztapalapa


[1] Eric J. Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el siglo XX (Barcelona, Crítica, 2003), p. 202.
[2] E.P. Thompson, Las particularidades de lo inglés y otros ensayos (Valencia, Fundación Instituto de Historia Social, 2002), p. 25.
[3] Louis Althusser, La revolución teórica de Marx (México, Siglo XXI Editores, 1967), p. XIII.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Los remeros y la miseria de la teoría

Althusser creía que Spinoza hablaba de Dios para, amparándose en el lenguaje de la teología, introducir un sistema completamente novedoso y materialista. La obra de Spinoza tendría dos textos: el explícito, cargado de referencias al Ser supremo y uno implícito, accesible a iniciados o develado a conocedores, donde el mundo se compone del movimiento infinito de una realidad de la que solo conocemos el espacio y el pensamiento. El implícito, el subtexto, desmentía el mensaje manifiesto.
Es un análisis, no sé si convincente en cuanto a Spinoza, pero interesante como análisis ideológico. ¿Por qué no sé si es convincente? Porque obvia la posibilidad que me parece más interesante: la de que en Spinoza convivieran dos universos ideológicos distintos y que los ecos complejos de sus filosofía surjan de su entrecruzamiento. Tesis, por lo demás, coherente con lo mucho y bueno que enseña Althusser sobre la ideología

El asunto viene a colación porque acaba de aparecer en castellano el libro de Nicole Loraux La invención de Atenas. Historia de la “Oración Fúnebre” en la ciudad clásica (Buenos Aires, Katz, 2012), versión resumida de la Tesis de Estado que la autora publicó en 1981. La edición española, de solvente traducción, no ha incluido el sistema de notas del libro original, con lo cual el lector se encuentra con referencias en el texto que no le dirigen a parte alguna: difícil imaginar algo más frustrante. Pese a todo, su edición castellana es una excelente noticia.
Una de las ideas importantes de Loraux consiste en mostrar cómo los epitafios –el más conocido de todos, el de Pericles recogido/escrito por Tucídides- contienen un elogio aristocrático de la democracia. Efectivamente, el formato del discurso (clásica conmemoración de gestas guerreras) pero también la ideología dominante (completamente dominada por los patrones aristocráticos), imponían una forma de elogiar la democracia que disfrazaba a esta con los valores aristocráticos. Nicole Loraux desarrolla una tesis de Moses Finley, según la cual la democracia ateniense no pudo elaborar –excepto en la tragedia- su propia teoría. Cuando lo intentó, nos dice Loraux, presentó una ciudad sin conflictos internos (el rechazo a la división, a la stasis, unificaba a conservadores y demócratas), que nombra con miedo las instituciones –instauradas por el propio Pericles- que permitían la participación de los pobres. Lo más curioso, que se refiere de pasada a su flota, a la marina, el sostén de la democracia de remeros.
En el 411 a C., durante el régimen de terror oligárquico y  proespartano de los Cuatrocientos, la flota de Samos (perdónese el anacronismo, debió ser el primer “consejo obrero” de la historia, antecesor del Potemkin) formada por los tetes (la clase más pobre) se negó a asumir el golpe y consiguió revertir la situación. Esa gente, la marinería (beneficiada por las obras públicas, por la estrategia naval, por los salarios…) del Pireo, se diluia en el discurso de su gran dirigente. Cuando se refería a la potencia militar de Atenas hablaba de los hoplitas, modelo de la guerra de las clases medias, como los caballeros lo eran de la aristocracia.      
El caso, como se ve, es inverso al descrito por Althusser: eran demócratas más que sinceros (como Pericles), que quizá preferían actuar a escribir (solo los ricos, convertidos durante el siglo V en consumados panfletistas, lo hacían) y que desarrollaban una filosofía práctica ajena a la especulación dominante y conservadora: Finley y Loraux comparten esa tesis. Hannah Arendt, que conocía a Marx como a la niña de sus ojos, no se refiere a esta cuestión, pero podría haberla recordado para ilustrar su tesis de que la sociedad ideal de Marx era la Atenas de Pericles sin esclavos. Si alguna vez la filosofía se abolió en su realización (Protágoras redactando la constitución de Turio…) debió ser entonces.  
Lo cierto es que los demócratas no se atrevían a referirse a la política que efectivamente realizaban. Leyendo a Pericles, es como si el instaurador del misthós (el salario público para los cargos) temiese proclamarlo y teorizarlo, por miedo al ataque de los reaccionarios: entonces y ahora todos acusaban a la democracia de corrupción por permitir que la política no sea solo asunto de ricos ociosos, de aventureros sin otra vida que la búsqueda de emociones fuertes, o de místicos ansiosos de coger billete para el más allá y rentabilizar la inversión a plazo fijo que han hecho con su sacrificio en la tierra. Cornelius Castoriadis en Thucydide, la force et le droit discute acremente la tesis de Loraux. Sea o no justo respecto de Pericles, el análisis ideológico de la gran historiadora es modélico.
El otro día, tras un seminario sobre Foucault, charlaba con dos amigos profesores, íntimamente implicados en los movimientos sociales, y uno de ellos me hizo la siguiente reflexión entre bromas: “Esto de la biopolítica, bueno, se usa como se quiere, pero es útil. Hace un tiempo te sentabas en la Alameda y en una de cada dos mesas oías la palabra”. No podía quitarle la razón, porque lo mismo pasa en el mundo académico, por más que destaques la confusión semántica del término y la vaporosidad heurística del mismo: cuando Platón renegaba de la opinión del calderero calvo y gordo en La República, ¿hacía también biopolítica? ¿Cuando rechazaba a los atletas para la política porque dormían mucho, también? Bueno, pensemos que, como Spinoza con Dios, nosotros tenemos que hablar para hacernos escuchar, con los lenguajes (ahora plurales, en conflicto y en transformación) patentados por la academia y sus transmisores en la industria cultural. Pero cabe una pregunta que hacerse con Nicole Loraux. Cuando se habla con la lengua de otros, intentando encajar la experiencia real en un mundo ideológico fabricado por otras disputas, ¿de qué se acaba hablando? ¿Con quién se acaba dialogando y qué parte de la realidad se acaba perdiendo? ¿Sucede que los movimientos sociales, por ejemplo, pierden lo que son para disfrazarse de otra cosa, con tal de que quienes hablan sientan que su discurso es importante? ¿Puede la cultura culta vaciar la realidad de sus fundamentos, del mismo modo que Pericles escondía a los remeros cuando elogiaba aristocráticamente a su democracia?
¿Todo esto para qué? Simple y llanamente para hacer un elogio de la etnografía, de la descripción histórica, de la sociografía. Los conceptos, para ser empleados, deben de pasar la aduana de los datos: y suele ser un checkpoint la mar de puntilloso. Los datos irritan mucho a los que filosofan de amigos del pueblo porque los artefactos lógicos ocultan las contradicciones y cualquier intento de captar lo real, por fuerza, nos muestra lo arbitrario frente a lo legítimo, la mentira junto a la verdad, la suerte junto a la inteligencia, el oportunismo junto al desinterés. Pero sin jugar en el campo de la descripción, la mejor cabeza pierde a los remeros al disfrazarse con galas teóricas; cae, en suma, en la miseria de la teoría.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

María Francisca Fernández Cáceres


María Francisca Fernández Cáceres
Master en Patrimonio Histórico por la Universidad de Cádiz. Doctoranda e investigadora del grupo de investigación HUM-536 «Sobre el problema de la alteridad en el mundo actual», a cargo del catedrático en Filosofía Política Dr. Ramón Vargas-Machuca Ortega y con sede en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz. Su tesis doctoral lleva por título «El patrimonio intelectual español: un acercamiento desde la figura de Manuel Sacristán Luzón».





Juan Gustavo Núñez Olguín

 Se acaba de incorporar a nuestro proyecto Juan Gustavo Núñez Olguín (Valparaíso, Chile, 1978). Realizó el Master en Patrimonio Histórico por la Universidad de Cádiz. Doctorando e investigador del grupo de investigación HUM-536 «Sobre el problema de la alteridad en el mundo actual», dirigido por el Catedrático de Filosofía Política Dr. Ramón Vargas-Machuca Ortega, con sede en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz (Avda. Doctor Gómez Ulla, s/n. Cádiz, 11003, España). Su tesis doctoral, inscrita en la Universidad de Cádiz bajo la dirección de José Luis Moreno Pestaña, lleva por título «El campo intelectual ante el acontecimiento histórico: la vía chilena al socialismo y la izquierda intelectual española de la transición (1970-1982)». El investigador Juan Núñez Olguín ha publicado artículos y reseñas en revistas científicas y ha participado como comunicante en diversos congresos internacionales. Las líneas de investigación que actualmente desarrolla son «historia de las ideas políticas», «sociología política», «historia del pensamiento y de los movimientos sociales».

Seminario Campo político/Campo filosófico


Seminario organizado por nuestro proyecto de I+D en la colaboración con la Fundación Ortega-Marañón. Puede localizarse aquí el programa. Acceso libre. Estáis cordialmente invitadas/os.

martes, 6 de noviembre de 2012

Un debate en Facebook sobre sociología de la filosofía

Se produjo en Facebook un interesante debate sobre este texto entre Álvaro Castro y Alejandro Estrella con fugaz participación mía. Con el permiso de los implicados se sube aquí:
Alejandro Estrella Y si no me equivoco lo que planteas implica un ejercicio comparativo de contextos y usos del lenguaje. Ejercicio que puede quedar implícito o bien "hablar de él" y hacerlo de manera controlada.
Pepe Moreno claro, la filosofía se hace escribiendo y escribir se hace de muchas maneras. El estilo y sus variedades es una forma de definición del rol de filósofo, y de las que más varía
Alejandro Estrella No sé si te entiendo. Me refería al hecho de que una sociología de la filosofía preocupada por la producción y consumo de bienes filosóficos supone de alguna manera un ejercicio comparativo -entre mi contexto de analista y el contexto del productor/ entre el contexto del productor y el de recepción/ entre el concepto de recepción y el del analista / o entre los tres. Creo que esto está de algún modo presente en tu respuesta a Bolado.
Pepe Moreno así es, es eso
Alvaro Castro Totalmente de acuerdo con tu respuesta Pepe. La sociología de la filosofía sirve además, como tú mismo sugieres, para evitar un pecado que los buenos historiadores hace tiempo que han aprendido a evitar: el presentismo, es decir, trasladar al presente ideas o soluciones a problemas que tenían su propia coyuntura o contexto. Es una de las formas de abuso de la historia más presentes, y en filosofía estamos demasiado acostumbrado a hacer volar conceptos o teorías por encima de sus épocas -hacerlos saltar sobre su propia sombra- para ubicarlos en nuestro presente. No es otra cosa de la que pienso que advertía Ortega con su concepción del escolasticismo. De la historia solamente se aprende bien si también se la conoce bien, y a eso ayuda la sociología de los intelectuales en el caso que nos ocupa. Como ya dije creo que buena parte de la crítica parte de la confusión de la sociología con la historia de la filosofía, cuando para mí sería una perspectiva necesaria, aunque no suficiente, para la misma. En última instancia, remite a algo sobre lo que tú sabes mucho: la vigilancia de fronteras.
Alejandro Estrella Álvaro, ya que te refieres a los buenos historiadores y al problema del presentismo, apelo a Marc Bloch y su método regresivo. Tomemos el objeto del presente que queramos analizar y vayamos hacia atrás hasta que pierda la proximidad que guarda con nosotros. Hasta que se vuelva, por así decirlo, un extraño. Creo que esto se podría utilizar en la filosofía para comprender diferentes usos de una idea que, como también decía Marc Bloch, cambia a lo largo de la historia su sentido pero no el nombre que lo designa.
Alvaro Castro Claro, la buena filosofía también nos ha enseñado eso, que las ideas tienen historia, en tanto que se deben a contextos determinados -que se pueden conocer con mayor o menor objetividad, pero que desde luego, si no los extrañamos y los vemos con distancia no se puede hacer-, y sobre todo, tienen historia los usos que se hacen de las mismas. Es precisamente en ese punto, de los usos, de los errores y aciertos de su puesta en práctica, desde donde la historia nos puede enseñar a traer al presente, precisamente, una serie de ideas. Para mí, que me parece muy interesante lo de Bloch, también es fundamental la perspectiva de la historia de la vida cotidiana -¿no lo fué para Thompson?- y descender al nivel de la microhistoria para comprender mejor a un filósofo o una tradición. Y a eso ayuda mucho, como caja de herramientas, la sociología de la filosofía. Por eso la valoro positivamente.
Alejandro Estrella Puestos a "codear" la historiografía con la historia de la filosofía, algo sobre la microhistoria. La microhistoria implica tres cosas. Disminución de la escala de análisis. Dos, el estudio de caso como anormal significativo. Es decir, un caso raro que sin embargo sirve para comprender la norma. Tres, el análisis intensivo de las fuentes siguiendo una técnica de investigación indiciaria (que es, según Ginzburg, un paradigma esencial en las ciencias sociales). Se me ocurre, por ejemplo, tres tipos de aplicaciones. Podríamos tomar como caso 1) un concepto menor de un autor, para intentar ver cuáles y como se produjeron las disposiciones que movían su voluntad de sistema 2) una polémica que pasó sin pena ni gloria entre los contemporáneos con el fin de comprender la jerarquía de objetos en un determinado contexto filosófico 3) una trayectoria prometedora pero fracasada con el fin de entender cuales eran las posibles vías de consagración (sobre esto algo ha hecho Pepe). Como ves no se trata de un amor a lo raro que vende mucho pero explica poco. Se trata de invertir la jerarquía noble-plebeyo con el fin de lograr observar a través del detalle la relación entre norma-excepción. No sé hasta qué punto las fuentes permitirían esto. Creo que en Alemania algo se ha hecho en esta línea con el tema de las constelaciones de filósofos; aunque claro no creo que reivindiquen explícitamente a la microhistoria italiana.
Alvaro Castro Tomo nota de tu propuesta porque ayuda y en cierta forma me reconozco en ella con ciertas cosas que he escrito, por ejemplo, sobre espirituales en el siglo XVI, y lo que dices no está muy lejos de lo que ahora estoy haciendo al estudiar a José Pemartín. Solamente alguna cosa: microhistoria -si aceptamos que arranca con Ginzburg- e historia de la vida cotidiana -que sobre todo, se formaliza en Alemania en los años 80- conectan en muchas ocasiones (por ejemplo, buscad trabajos de Oscar Barreiro sobre la guerra civil en Almería), y hoy día algunos historiadores tienen serios debates epistemológicos sobre el modo en el que desarrollar investigaciones bajo esa perspectiva, y creo que desde la filosofía podemos aportarles algo al respecto. Por otro, está claro el problema de las fuentes. Cuando Bolado hablaba en la crítica a la sociología de la filosofía de su dependencia respecto al trabajo histórico creo que le faltaba precisar esto: la frontera entre sociología e historia de la filosofía no está clara porque ambas se cruzan y confunde, más bien, ambas son dependientes de las fuentes, y en el caso de filósofos plebeyos -convertidos en plebeyos algunos de ellos por la historia de la filosofía posterior porque en su tiempo no tuvieron porqué serlo, podemos acordarnos de Demócrito- estas es cierto que son muy complicadas de encontrar.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Pubicada en Spagna Contemporanea una recensión de "Herederos y Pretendientes"

 


En el último número 14 de Spagna Contemporanea, (2012), pp. 162-164, editada por el Istituto di studi storici Gaetano Salvemini, Giaime Pala (de la redacción de Mientras Tanto) ha publicado una recensión de La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009

miércoles, 31 de octubre de 2012

Foucault, the Family and Politics, con un capítulo surgido de nuestro proyecto


La colección Palgrave Macmillan Studies in Family and Intimate Life publica el libro dirigido por Robbie Duschinsky y Leon Antonio Rocha Foucault, the Family and Politics. En el libro se encuentra un capítulo de José Luis Moreno Pestaña dedicado al análisis de La police des familles de Jacques Donzelot, un libro fundamental para comprender la relación entre filosofía, ciencias sociales y Estado Social en rancia. 

He aquí el índice del libro que puede encontrarse, junto con el capítulo introductorio, aquí

Part I Expositions


1 Foucault and the Family: Deepening the Account

of History of Sexuality, Volume 1 19

Rémi Lenoir with Robbie Duschinsky

2 Foucault’s Familial Scenes: Kangaroos, Crystals,

Continence and Oracles 39

Vikki Bell

3 Foucault, the Modern Mother and Maternal

Power: Notes Towards a Genealogy of the Mother 63

Katherine Logan

4 Foucault, the Family and the Cold Monster

of Neoliberalism 82

Gillian Harkins

Part II Evaluations

5 Jacques Donzelot’s The Policing of Families (1977)

in Context 121

José Luis Moreno Pestaña

6 Gender, Reproductive Politics and the Liberal

State: Beyond Foucault 142

Véronique Mottier

7 Foucault, the Family and History: ‘Imaginary

Landscape and Real Social Structure’ 158

Deborah Thom

Las formas elementales de la vida religiosa





Los compañeros Jorge Galindo y Héctor Vera del Seminario de Historia Intelectual de la Universidad Atónoma Metropolitana - Cuajimalpa participan en esta magnífica edición crítica de "Las formas elementales de la vida religiosa" de E. Durkheim. 
La obra ha sido coeditada por el Fondo de Cultura, la UAM-Cuajimalpa y la Universidad Iberoamericana y se distribuye en España y en México. 
Fue presentada como parte de las actividades del “Coloquio internacional Las formas elementales de la vida religiosa en su centenario, 1912-2012”,  los días 24, 25 y 26 de octubre. 
Y es que los viejos rockeros nunca mueren.

http://historiaintelectual.blogspot.mx/

martes, 30 de octubre de 2012

¿La sociología de la filosofía se opone a la filosofía?



La última reseña de Gerardo Bolado al número colectivo dedicado por la revista Daímon a la sociología de la filosofía en España plantea, entre otras muchas cuestiones interesantes, una cuestión primordial: la de la relación de la sociología de la filosofía con el ejercicio de la filosofía. Sin ánimo de polémica, pues nula polémica cabe con una lectura honesta, rigurosa e informada, por muy crítica que sea con lo que uno hace, me gustaría señalar cómo la sociología de la filosofía sirve para un mejor ejercicio del trabajo intelectual. Recurriré a argumentos procedentes de José Ortega y Gasset, fundamentalmente, de su libro La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, libro sobre el que preparo una edición para la editorial Biblioteca Nueva.

Habitualmente, se acusa a la sociología de la filosofía de olvidar el significado de los argumentos intelectuales, obsesionándose con la reconstrucción de los marcos sociales en los que se produce la obra. Quienes defendemos esta perspectiva de trabajo, consideramos que la sociología de los productos intelectuales permite comprender mejor el significado de la filosofía y, de esa manera, utilizar mejor su riqueza semántica para conocer no sólo el mundo  de los diferentes autores, sino el mundo al que los textos se refieren. Ese mundo puede ser intelectual porque todo autor escribe sobre problemas tratados por una tradición. Pero, por supuesto, puede también referirse al mundo real, es decir, puede ayudarnos a comprender problemas científicos, políticos o estéticos que se les planteaban a los individuos en un contexto histórico concreto que puede también ser, al menos en alguna dimensión, el nuestro.

Al historiar la filosofía, desde nuestra perspectiva, se intenta apuesta por un doble movimiento. El primero, radica la filosofía en contextos intelectuales y sociales, obviamente históricos, determinados. Para decirlo con José Ortega y Gasset (La idea de principio en Leibniz, IX, 1066-1067), no solo buscamos delimitar qué piensa el autor, sino también qué es lo que “sotopiensa”, es decir, qué nos transmite sobre su experiencia social y cultural sin enunciarlo explícitamente. La recepción meramente textual de una filosofía, insistía Ortega, deviene “escolástica” pues olvida las instituciones, las experiencias vitales de las que brotaron los textos y que raramente se muestran abiertamente.

El segundo movimiento recoge también una exigencia del filósofo madrileño. El escolasticismo se incrementa cuanto más lejos estamos del autor que leemos –insistimos: sólo internamente. Cuando la filosofía recibida y la receptora se encuentran próximas en el tiempo y en el espacio social (La idea de principio en Leibniz, IX, 1072)  las experiencias vitales se transmiten mejor con los conceptos y la lectura de textos deja de ser una simple exploración semántica más o menos rigurosa. La cercanía social y temporal ayuda a comprender cómo se incardinan los conceptos y la vida y, por tanto, permite medir o no en qué medida un concepto puede resultarnos pertinente para nuestra experiencia –o, por el contrario, sirve solo para mejor comprender un tiempo y un sistema de pensamiento pretéritos.

¿Qué se trata de impedir? Evitar que la lectura y la aplicación del pensamiento, sin reconstrucción social e histórica, se convierta en una simple manipulación de términos –porque ese es el problema fundamental- donde lo que se dice que se lee acaba siendo una simple reescritura de palabras (vaciadas de sus contextos sociales y temporales) en las que se proyecta, a menudo de manera inadvertida, los propios deseos del lector.

Al comparar el contexto de una filosofía con el nuestro, suele producirse una experiencia ambivalente. Los autores se vuelven extraños y comprendemos cuánto nos separa de las preguntas que se planteaban y de las respuestas que dieron. Ahora bien, las diferencias solo aparecen sobre ciertas similitudes, en ocasiones, enormes similitudes. Las coyunturas sociales e intelectuales nunca son idénticas pero pueden contener ciertos rasgos comunes. Al historiar un texto nos encontramos en condiciones de saber en qué sus problemas son los nuestros y cuáles de sus respuestas podrían resolver también nuestros interrogantes.