Vistas de página en total

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Reseña de Carlos Illades sobre "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson"





La Revista Signos Filosóficos de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa edita en su volumen 14, número 28 de 2012 una reseña de Carlos Illades sobre el libro de Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson". Con permiso del autor reproducimos el contenido de la reseña:


Miseria de la Teoría (1978), el volumen que E.P. Thompson dedicó a la filosofía de Louis Althusser, pareció a no pocos un exabrupto de un historiador tan brillante como iracundo: “le dije en su momento –recuerda Eric Hobsbawm— que era un crimen abandonar su labor histórica, capaz en principio de hacer época, para discutir con un pensador cuya influencia habría fenecido al cabo de diez años”[1]. Después de leer a Alejandro Estrella cuando menos este crimen resulta explicable, y en las librerías tristemente se puede confirmar que el “giro lingüístico” prácticamente enterró a ambos.
Clío ante el espejo es una guía confiable para escarbar la raíz de este conflicto en la medida que el objeto de su socioanálisis es reconstruir la trayectoria intelectual de Thompson hasta la publicación en 1963 de La formación de la clase obrera en Inglaterra, de cómo un infatigable e inquieto tutor escolar de adultos llegó a ser uno de los mejores historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Allí, empleando el concepto de habitus de Pierre Bourdieu, Estrella muestra convincentemente cómo se conformaron las disposiciones primarias del historiador oxoniense hacia la literatura, la historia y el mundo de los subalternos, para ligarlas posteriormente con la experiencia de una generación formada políticamente en los frentes populares antifascistas, llamada a filas en la segunda Guerra Mundial y que se decepcionó del “socialismo realmente existente” tras la invasión soviética a Hungría en octubre de 1956, pero, no obstante, evitó contagiarse de la “Gran apatía” que se apoderó de la conciencia británica durante el boom económico de posguerra pues, como observa Estrella, “enfrentado a la urgencia política del contexto de la Guerra Fría, Thompson entendería de vital importancia reactivar la actividad humana de intervenir como agency consciente en el curso de la historia” (p. 252).
La minuciosa reconstrucción de Estrella, que lleva de la mano al lector desde el entorno familiar de E.P. Thompson, la tragedia que significó la temprana pérdida de su hermano Frank en Bulgaria, la militancia comunista y la redacción de William Morris. De romántico a revolucionario publicado en 1955 (primera parte); ocupándose después de la Guerra Fría, la creación de la New Left Review y el desarrollo del materialismo cultural en Inglaterra (segunda parte), hasta llegar al momento de su consagración con la edición de La formación de la clase obrera en Inglaterra (tercera parte), dificulta hacer justicia a este excelente estudio en unas cuantas páginas, por lo que procuraré tratar los aspectos que considero más destacados de Clío ante el espejo.
En primer lugar, ¿por qué toma Thompson el camino de la disidencia política e intelectual?, mas si tenía todo para triunfar en la carrera académica (capital cultural, relaciones y, sobre todo, talento). El historiador tuvo un padre metodista y a la vez crítico del imperialismo británico en la India, y un hermano brillante y admirado que pronto abrazó el comunismo. Edward Palmer recibió la formación básica en una escuela para gente común y la universitaria en Cambridge. Todo ello lo inclinó hacia la contracultura de élite y el compromiso político representado por el partido comunista y, después de 1956, a la nueva izquierda. El vínculo sentimental con la también historiadora Dorothy Towers, a partir de 1945 y hasta su muerte, reforzaría su lado militante, apuntalando simultáneamente su carrera profesional (p. 61).
La actividad política lo aproximó al marxismo, corriente que dominaba ya el campo de la historia social británica con los trabajos de Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric J. Hobsbawm y George Rudé, organizados todos ellos en el Grupo de Historiadores del Partido Comunista. “En la pugna entre historia tradicional e historia social –nos dice Estrella--, los historiadores marxistas se sitúan a la vanguardia de la innovación historiográfica al recabar toda la herencia de esta última redefiniéndola desde la perspectiva del conflicto de clases y ajustando dicha readaptación a los protocolos disciplinares vigentes” (p. 92).
La densidad de la historiografía dentro del marxismo británico, a diferencia del continental, se debió, cuando menos en parte, a que en los ensayos históricos desarrollados en el primer tomo de El Capital se ocupaban del caso inglés. No en balde, los famosos Estudios sobre el desarrollo del capitalismo (1946), de Maurice Dobb, pretendieron dar un sustento histórico a la tesis de la “llamada acumulación originaria del capital” expuesta por Marx en el famoso capítulo 24. Thompson compartió y cosechó los logros intelectuales del grupo, no obstante que  Rebeldes primitivos, de Hobsbawm, y La multitud en la Revolución francesa, escrito por Rudé, circulaban desde 1959.
La formación de la clase obrera en Inglaterra, que obedecía sobre todo a una intención política y no al afán académico, tuvo un impacto tal dentro y más allá de la historiografía anglosajona, permitiendo a Thompson un amplio reconocimiento dentro del campo a pesar de haber sido hasta entonces un outsider que, entre otras credenciales faltantes, carecía del doctorado. Sintomáticamente, la historia se repetirá pero a la inversa en la década de los ochenta: cuando estaba en la cúspide de la fama como historiador, abandonó la investigación –ya antes lo había hecho con la docencia cuando renunció a su cargo en la Universidad de Warwick-- llegando a ser, quizá, la voz más autorizada del movimiento antinuclear europeo. Esto es, si nos atenemos también a Bourdieu, se convirtió en intelectual.
El segundo aspecto que quiero destacar se refiere a cómo se insertó Thompson en el debate marxista de los cincuenta, a mi juicio la parte mejor lograda de Clío ante el espejo, que además ayudará a explicar por qué Thompson, en el pináculo de su trayectoria intelectual, arremete contra Althusser, con quien, muy a su pesar, tenía algunas coincidencias básicas y, dado que, uno y otro, trataron de ofrecer salidas al callejón marxista de la época. La muerte de Stalin, el informe secreto presentado por Jruschov en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956 --que denunció el “culto a la personalidad” del dictador georgiano-- y la edición de los escritos del joven Marx crearon las condiciones para que desde la Unión Soviética se intentara cambiar el rostro nacionalista y represivo del estalinismo en favor de una versión “humanista” del socialismo. En Francia reaccionó Sartre reivindicando la libertad de los agentes sociales dentro del proceso histórico, en México lo hará Adolfo Sánchez Vázquez a través de su filosofía de la praxis, mientras el marxismo británico recuperará a la cultura como un elemento constituyente, material y productor de significados dentro de la totalidad social. Thompson –plantea Estrella— colaboró “en la construcción de un humanismo socialista, constituido no sólo como respuesta crítica al estalinismo y a la socialdemocracia sino como un proyecto político de transformación social y cultural” (p. 192).
Raymond Williams (Cultura y sociedad, 1958), Richard Hoggart (La cultura obrera en la sociedad de masas, 1957) y E.P. Thompson fueron quienes dieron forma a este materialismo cultural que irradiará su influencia hacia la historiografía, la antropología, la sociología, la teoría literaria y los tempranos estudios culturales. Éste asignó un lugar relevante a la práctica social dentro del proceso histórico: Thompson la conceptualizó como experiencia y Williams la designó “estructura de sentimiento”. La experiencia y la acción humana (agency) –indica Estrella— serán los presupuestos teóricos ocultos en la poderosa y envolvente narrativa de La formación de la clase obrera en Inglaterra. La metáfora marxiana de base/superestructura, esbozada en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859) sería victimada por aquél, quien postuló que en la superestructura también había producción. Como veremos poco más adelante, a pesar de sus divergencias teóricas, Althusser detectó también la precariedad de este edificio en su ensayo “Contradicción y sobredeterminación” (1962), donde mostró cómo la superestructura también actuaba sobre la base, condicionándola. Esto, por ejemplo, permitía explicar al filósofo francés el papel de los bolcheviques en la Revolución de Octubre.
Si la eclosión de la historia social dio pábulo a Past and Present (1952), la del materialismo cultural alumbró a la New Left Review (1960). Estrella reconstruye muy bien el clima intelectual de la época y sigue en detalle a los dos grupos y revistas (The New Reasoner y University and Left Review) cuya fusión hará posible la primera New Left, expresión teórica de una izquierda que no se reconocía ya en el viejo obrerismo y que miraba en dirección de los nuevos movimientos sociales (feministas, antinucleares) y de la descolonización del Tercer Mundo. Decíamos que el alejamiento de Thompson del socialismo soviético ocurrió en 1956; de hecho, en la primera edición de William Morris. De romántico a revolucionario, muestra todavía afinidad con el marxismo oficial, por lo cual, ya liberado del indeseable bagaje, en la edición de 1977 suprimirá más de un centenar de páginas del texto. El laborismo tampoco le parecía que conformara una alternativa a la “Gran apatía” que campeaba en la isla. Tanto en el Este como el Oeste la Guerra Fría produjo un marasmo político que, según el historiador británico, será el trasfondo histórico del estructuralismo, de esa especie de inmovilismo que hundía a todos en la pasividad y el conformismo, que en el plano teórico no creía en la acción de los actores sociales pues, en rigor, los consideraba incapaces de decidir por sí mismos. En este contexto, señala Estrella, la New Left se posiciona “como un movimiento frente a las nuevas élites surgidas en la sociedad de posguerra” (p. 141), constituyéndose además como un referente de la contracultura de la época y, al mismo tiempo, “como el único ejercicio de renovación teórica de la izquierda” que no significara abandonar las aspiraciones revolucionarias (p. 138).
La primera New Left mantuvo un equilibrio inestable durante dos años, en buena medida por las diferencias (de origen, experiencia política y generacional) entre los grupos que la formaron, de tal manera que para 1962 se hizo de la dirección el jovencísimo Perry Anderson, quien daría continuidad a la revista hasta el día de hoy. Thompson describió con estas palabras llenas de ironía el arribo de los nuevos marxistas teóricos, por añadidura simpatizantes de su versión continental y francófona: “Calándose los pasamontañas hasta las orejas, desembarcan y luchan hacia adelante para proporcionarle la intensa consciencia racional de sus instrumentos cortantes a ‘la intelligentsia tradicional completamente sepultada’… Aumenta el suspense a medida que ellos –‘los primeros marxistas blancos’— se aproximan a los asombrados aborígenes”[2].
Con su arribo a la isla, el cientificismo althusseriano amenazó las posiciones ganadas por el materialismo cultural y la historia social en las sordas batallas de los cincuenta. Terry Eagleton planteó la necesidad de crear una ciencia de la producción literaria que superara los balbuceos teóricos de sus predecesores y Perry Anderson retomó la categoría de sobredeterminación para fundamentar la importancia del Estado durante el absolutismo. Entrados los setenta, algunos teóricos sociales despojaron de todo contenido histórico el concepto de modo de producción. Y, desde los albores de la década anterior, ya el propio Althusser había postulado un antihumanismo teórico que desenmascaraba el fundamento ideológico, es decir no científico, de “la interpretación ‘humanista’ de la obra de Marx”, impuesta “progresivamente e irresistiblemente en la filosofía marxista reciente, al interior mismo del partido comunista soviético y de los partidos comunistas occidentales”[3]. En lo que a Francia respecta, el objeto de la crítica era Sartre. Además, en su “lectura sintomática” de El Capital, el filósofo nacido en Argelia concibió a la historia como un “proceso sin sujeto”, obliterando, o cuando menos minimizando, la acción intencional de los actores sociales. “La irrupción de estas propuestas –destaca Estrella— acaece precisamente cuando la historiografía marxista británica está  embarcada en un proceso de expansión… estos historiadores no dejarán de percibir como una amenaza a su autonomía y a su capital específico, las ambiciones de estas propuestas desarrolladas fundamentalmente en disciplinas adyacentes a la historia” (p. 170).
El contrapunto de la postura teórica de Thompson no podía ser mayor. Sin embargo, éste tardó mucho tiempo en responder y, cuando lo hizo, pasó por alto las coincidencias con Althusser (ya señalamos la adecuación de la metáfora de la base y la superestructura, podríamos agregar ahora la tesis de que las clases se constituyen a partir del conflicto). Si estiramos el hilo tendido por Estrella, esto se debe quizá a que el historiador oxoniense aprovechó todo el capital intelectual acumulado para desafiar al filósofo marxista más importante de su generación. Sumido en sus crónicas crisis maniaco-depresivas, probablemente éste nunca conoció la furibunda crítica expuesta en Miseria de la teoría.
Para terminar tomo prestada otra idea de Clío ante el espejo para hablar de la trayectoria de la historiografía marxista británica durante los noventa, y en particular de Hobsbawm. En su autobiografía, el historiador nacido en Alejandría lamentó que el reconocimiento intelectual le llegara bastante tarde, siendo ahora (a sus noventa y cinco años) el historiador acaso más conocido, traducido y respetado del mundo, no obstante que nunca renunció a su militancia comunista. Su gran talento, erudición y prosa, no bastaron para competir con el encanto del poeta romántico que habitaba en Thompson, del rebelde que desafío el canon y trató de acabar con el conformismo de su generación. La obra del oxoniense, que germinó en medio de una de las más sólidas comunidades intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, opacó en parte a la de sus compañeros de viaje, notables historiadores también. El gran éxito de la Era de los extremos, publicada por Hobsbawm en 1994, esto es, un año después de la muerte de Thompson, lo atestigua. Con él, el sacerdote recuperaba el lugar ganado por el profeta.

Carlos Illades
UAM-Iztapalapa


[1] Eric J. Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el siglo XX (Barcelona, Crítica, 2003), p. 202.
[2] E.P. Thompson, Las particularidades de lo inglés y otros ensayos (Valencia, Fundación Instituto de Historia Social, 2002), p. 25.
[3] Louis Althusser, La revolución teórica de Marx (México, Siglo XXI Editores, 1967), p. XIII.

1 comentario: