La Revista Signos
Filosóficos de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa edita en su
volumen 14, número 28 de 2012 una reseña de Carlos Illades sobre el libro de
Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson".
Con permiso del autor reproducimos el contenido de la reseña:
Miseria de la Teoría
(1978), el volumen que E.P. Thompson dedicó a la filosofía de Louis Althusser,
pareció a no pocos un exabrupto de un historiador tan brillante como iracundo:
“le dije en su momento –recuerda Eric Hobsbawm— que era un crimen abandonar su
labor histórica, capaz en principio de hacer época, para discutir con un
pensador cuya influencia habría fenecido al cabo de diez años”[1]. Después de
leer a Alejandro Estrella cuando menos este crimen resulta explicable, y en las
librerías tristemente se puede confirmar que el “giro lingüístico”
prácticamente enterró a ambos.
Clío ante el espejo es una
guía confiable para escarbar la raíz de este conflicto en la medida que el
objeto de su socioanálisis es reconstruir la trayectoria intelectual de Thompson
hasta la publicación en 1963 de La formación de la clase obrera en Inglaterra,
de cómo un infatigable e inquieto tutor escolar de adultos llegó a ser uno de
los mejores historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Allí, empleando el
concepto de habitus de Pierre Bourdieu, Estrella muestra convincentemente cómo
se conformaron las disposiciones primarias del historiador oxoniense hacia la
literatura, la historia y el mundo de los subalternos, para ligarlas
posteriormente con la experiencia de una generación formada políticamente en
los frentes populares antifascistas, llamada a filas en la segunda Guerra
Mundial y que se decepcionó del “socialismo realmente existente” tras la
invasión soviética a Hungría en octubre de 1956, pero, no obstante, evitó contagiarse
de la “Gran apatía” que se apoderó de la conciencia británica durante el boom
económico de posguerra pues, como observa Estrella, “enfrentado a la urgencia
política del contexto de la Guerra Fría, Thompson entendería de vital
importancia reactivar la actividad humana de intervenir como agency consciente
en el curso de la historia” (p. 252).
La minuciosa
reconstrucción de Estrella, que lleva de la mano al lector desde el entorno
familiar de E.P. Thompson, la tragedia que significó la temprana pérdida de su
hermano Frank en Bulgaria, la militancia comunista y la redacción de William
Morris. De romántico a revolucionario publicado en 1955 (primera parte);
ocupándose después de la Guerra Fría, la creación de la New Left Review y el
desarrollo del materialismo cultural en Inglaterra (segunda parte), hasta
llegar al momento de su consagración con la edición de La formación de la clase
obrera en Inglaterra (tercera parte), dificulta hacer justicia a este excelente
estudio en unas cuantas páginas, por lo que procuraré tratar los aspectos que
considero más destacados de Clío ante el espejo.
En primer lugar, ¿por qué
toma Thompson el camino de la disidencia política e intelectual?, mas si tenía
todo para triunfar en la carrera académica (capital cultural, relaciones y,
sobre todo, talento). El historiador tuvo un padre metodista y a la vez crítico
del imperialismo británico en la India, y un hermano brillante y admirado que
pronto abrazó el comunismo. Edward Palmer recibió la formación básica en una
escuela para gente común y la universitaria en Cambridge. Todo ello lo inclinó
hacia la contracultura de élite y el compromiso político representado por el
partido comunista y, después de 1956, a la nueva izquierda. El vínculo
sentimental con la también historiadora Dorothy Towers, a partir de 1945 y
hasta su muerte, reforzaría su lado militante, apuntalando simultáneamente su
carrera profesional (p. 61).
La actividad política lo
aproximó al marxismo, corriente que dominaba ya el campo de la historia social
británica con los trabajos de Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric J. Hobsbawm
y George Rudé, organizados todos ellos en el Grupo de Historiadores del Partido
Comunista. “En la pugna entre historia tradicional e historia social –nos dice
Estrella--, los historiadores marxistas se sitúan a la vanguardia de la
innovación historiográfica al recabar toda la herencia de esta última
redefiniéndola desde la perspectiva del conflicto de clases y ajustando dicha
readaptación a los protocolos disciplinares vigentes” (p. 92).
La densidad de la
historiografía dentro del marxismo británico, a diferencia del continental, se
debió, cuando menos en parte, a que en los ensayos históricos desarrollados en
el primer tomo de El Capital se ocupaban del caso inglés. No en balde, los
famosos Estudios sobre el desarrollo del capitalismo (1946), de Maurice Dobb,
pretendieron dar un sustento histórico a la tesis de la “llamada acumulación
originaria del capital” expuesta por Marx en el famoso capítulo 24. Thompson
compartió y cosechó los logros intelectuales del grupo, no obstante que Rebeldes primitivos, de Hobsbawm, y La
multitud en la Revolución francesa, escrito por Rudé, circulaban desde 1959.
La formación de la clase
obrera en Inglaterra, que obedecía sobre todo a una intención política y no al
afán académico, tuvo un impacto tal dentro y más allá de la historiografía
anglosajona, permitiendo a Thompson un amplio reconocimiento dentro del campo a
pesar de haber sido hasta entonces un outsider que, entre otras credenciales
faltantes, carecía del doctorado. Sintomáticamente, la historia se repetirá
pero a la inversa en la década de los ochenta: cuando estaba en la cúspide de
la fama como historiador, abandonó la investigación –ya antes lo había hecho
con la docencia cuando renunció a su cargo en la Universidad de Warwick--
llegando a ser, quizá, la voz más autorizada del movimiento antinuclear
europeo. Esto es, si nos atenemos también a Bourdieu, se convirtió en
intelectual.
El segundo aspecto que
quiero destacar se refiere a cómo se insertó Thompson en el debate marxista de
los cincuenta, a mi juicio la parte mejor lograda de Clío ante el espejo, que
además ayudará a explicar por qué Thompson, en el pináculo de su trayectoria
intelectual, arremete contra Althusser, con quien, muy a su pesar, tenía
algunas coincidencias básicas y, dado que, uno y otro, trataron de ofrecer
salidas al callejón marxista de la época. La muerte de Stalin, el informe
secreto presentado por Jruschov en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956
--que denunció el “culto a la personalidad” del dictador georgiano-- y la
edición de los escritos del joven Marx crearon las condiciones para que desde
la Unión Soviética se intentara cambiar el rostro nacionalista y represivo del
estalinismo en favor de una versión “humanista” del socialismo. En Francia
reaccionó Sartre reivindicando la libertad de los agentes sociales dentro del
proceso histórico, en México lo hará Adolfo Sánchez Vázquez a través de su
filosofía de la praxis, mientras el marxismo británico recuperará a la cultura
como un elemento constituyente, material y productor de significados dentro de
la totalidad social. Thompson –plantea Estrella— colaboró “en la construcción
de un humanismo socialista, constituido no sólo como respuesta crítica al
estalinismo y a la socialdemocracia sino como un proyecto político de
transformación social y cultural” (p. 192).
Raymond Williams (Cultura
y sociedad, 1958), Richard Hoggart (La cultura obrera en la sociedad de masas,
1957) y E.P. Thompson fueron quienes dieron forma a este materialismo cultural
que irradiará su influencia hacia la historiografía, la antropología, la
sociología, la teoría literaria y los tempranos estudios culturales. Éste
asignó un lugar relevante a la práctica social dentro del proceso histórico:
Thompson la conceptualizó como experiencia y Williams la designó “estructura de
sentimiento”. La experiencia y la acción humana (agency) –indica Estrella—
serán los presupuestos teóricos ocultos en la poderosa y envolvente narrativa
de La formación de la clase obrera en Inglaterra. La metáfora marxiana de
base/superestructura, esbozada en el prólogo a la Contribución a la crítica de
la economía política (1859) sería victimada por aquél, quien postuló que en la
superestructura también había producción. Como veremos poco más adelante, a
pesar de sus divergencias teóricas, Althusser detectó también la precariedad de
este edificio en su ensayo “Contradicción y sobredeterminación” (1962), donde
mostró cómo la superestructura también actuaba sobre la base, condicionándola.
Esto, por ejemplo, permitía explicar al filósofo francés el papel de los
bolcheviques en la Revolución de Octubre.
Si la eclosión de la
historia social dio pábulo a Past and Present (1952), la del materialismo
cultural alumbró a la New Left Review (1960). Estrella reconstruye muy bien el
clima intelectual de la época y sigue en detalle a los dos grupos y revistas
(The New Reasoner y University and Left Review) cuya fusión hará posible la
primera New Left, expresión teórica de una izquierda que no se reconocía ya en
el viejo obrerismo y que miraba en dirección de los nuevos movimientos sociales
(feministas, antinucleares) y de la descolonización del Tercer Mundo. Decíamos
que el alejamiento de Thompson del socialismo soviético ocurrió en 1956; de
hecho, en la primera edición de William Morris. De romántico a revolucionario,
muestra todavía afinidad con el marxismo oficial, por lo cual, ya liberado del
indeseable bagaje, en la edición de 1977 suprimirá más de un centenar de
páginas del texto. El laborismo tampoco le parecía que conformara una
alternativa a la “Gran apatía” que campeaba en la isla. Tanto en el Este como
el Oeste la Guerra Fría produjo un marasmo político que, según el historiador
británico, será el trasfondo histórico del estructuralismo, de esa especie de
inmovilismo que hundía a todos en la pasividad y el conformismo, que en el
plano teórico no creía en la acción de los actores sociales pues, en rigor, los
consideraba incapaces de decidir por sí mismos. En este contexto, señala
Estrella, la New Left se posiciona “como un movimiento frente a las nuevas
élites surgidas en la sociedad de posguerra” (p. 141), constituyéndose además
como un referente de la contracultura de la época y, al mismo tiempo, “como el
único ejercicio de renovación teórica de la izquierda” que no significara
abandonar las aspiraciones revolucionarias (p. 138).
La primera New Left
mantuvo un equilibrio inestable durante dos años, en buena medida por las
diferencias (de origen, experiencia política y generacional) entre los grupos
que la formaron, de tal manera que para 1962 se hizo de la dirección el
jovencísimo Perry Anderson, quien daría continuidad a la revista hasta el día
de hoy. Thompson describió con estas palabras llenas de ironía el arribo de los
nuevos marxistas teóricos, por añadidura simpatizantes de su versión
continental y francófona: “Calándose los pasamontañas hasta las orejas,
desembarcan y luchan hacia adelante para proporcionarle la intensa consciencia
racional de sus instrumentos cortantes a ‘la intelligentsia tradicional
completamente sepultada’… Aumenta el suspense a medida que ellos –‘los primeros
marxistas blancos’— se aproximan a los asombrados aborígenes”[2].
Con su arribo a la isla,
el cientificismo althusseriano amenazó las posiciones ganadas por el materialismo
cultural y la historia social en las sordas batallas de los cincuenta. Terry
Eagleton planteó la necesidad de crear una ciencia de la producción literaria
que superara los balbuceos teóricos de sus predecesores y Perry Anderson retomó
la categoría de sobredeterminación para fundamentar la importancia del Estado
durante el absolutismo. Entrados los setenta, algunos teóricos sociales
despojaron de todo contenido histórico el concepto de modo de producción. Y,
desde los albores de la década anterior, ya el propio Althusser había postulado
un antihumanismo teórico que desenmascaraba el fundamento ideológico, es decir
no científico, de “la interpretación ‘humanista’ de la obra de Marx”, impuesta
“progresivamente e irresistiblemente en la filosofía marxista reciente, al
interior mismo del partido comunista soviético y de los partidos comunistas
occidentales”[3]. En lo que a Francia respecta, el objeto de la crítica era
Sartre. Además, en su “lectura sintomática” de El Capital, el filósofo nacido
en Argelia concibió a la historia como un “proceso sin sujeto”, obliterando, o
cuando menos minimizando, la acción intencional de los actores sociales. “La
irrupción de estas propuestas –destaca Estrella— acaece precisamente cuando la
historiografía marxista británica está
embarcada en un proceso de expansión… estos historiadores no dejarán de
percibir como una amenaza a su autonomía y a su capital específico, las
ambiciones de estas propuestas desarrolladas fundamentalmente en disciplinas
adyacentes a la historia” (p. 170).
El contrapunto de la
postura teórica de Thompson no podía ser mayor. Sin embargo, éste tardó mucho
tiempo en responder y, cuando lo hizo, pasó por alto las coincidencias con
Althusser (ya señalamos la adecuación de la metáfora de la base y la superestructura,
podríamos agregar ahora la tesis de que las clases se constituyen a partir del
conflicto). Si estiramos el hilo tendido por Estrella, esto se debe quizá a que
el historiador oxoniense aprovechó todo el capital intelectual acumulado para
desafiar al filósofo marxista más importante de su generación. Sumido en sus
crónicas crisis maniaco-depresivas, probablemente éste nunca conoció la
furibunda crítica expuesta en Miseria de la teoría.
Para terminar tomo
prestada otra idea de Clío ante el espejo para hablar de la trayectoria de la
historiografía marxista británica durante los noventa, y en particular de
Hobsbawm. En su autobiografía, el historiador nacido en Alejandría lamentó que
el reconocimiento intelectual le llegara bastante tarde, siendo ahora (a sus
noventa y cinco años) el historiador acaso más conocido, traducido y respetado
del mundo, no obstante que nunca renunció a su militancia comunista. Su gran
talento, erudición y prosa, no bastaron para competir con el encanto del poeta
romántico que habitaba en Thompson, del rebelde que desafío el canon y trató de
acabar con el conformismo de su generación. La obra del oxoniense, que germinó
en medio de una de las más sólidas comunidades intelectuales de la segunda
mitad del siglo XX, opacó en parte a la de sus compañeros de viaje, notables
historiadores también. El gran éxito de la Era de los extremos, publicada por
Hobsbawm en 1994, esto es, un año después de la muerte de Thompson, lo
atestigua. Con él, el sacerdote recuperaba el lugar ganado por el profeta.
Carlos Illades
UAM-Iztapalapa
[1] Eric J. Hobsbawm, Años
interesantes. Una vida en el siglo XX (Barcelona, Crítica, 2003), p. 202.
[2] E.P. Thompson, Las
particularidades de lo inglés y otros ensayos (Valencia, Fundación Instituto de
Historia Social, 2002), p. 25.
[3] Louis Althusser, La
revolución teórica de Marx (México, Siglo XXI Editores, 1967), p. XIII.
Mejor sería poner las letras en blanco, porque se lee fatal
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