En el número 262 de la revista Pensamiento, Francisco Vázquez reseña La norma de la filosofía
Este libro ofrece al
lector una reflexión olímpica acerca del presente de la filosofía española.
Pero para entenderlo en sus justos términos, ese presente es afrontado en toda
su densidad temporal, como si se tratara del precipitado de una herencia
anterior, con sus fracturas, desplazamientos y continuidades. La herencia en
cuestión la constituye el orteguismo. Este no se identifica con la escuela de
Madrid, cuyos brillos se apagaron tras la Guerra Civil, ni siquiera con las
ideas d esu jefe de filas. El orteguismo no es una doctrina sino un modo de ser
filósofo y de practicar la filosofía. Esta se identifica con un quehacer
abierto e híbrido, una reflexión de segundo orden a partir de las prácticas
cotidianas y de los discursos científicos en el interior de una determinada
circunstancia histórica. En este maridaje con los saberes, el orteguismo destaca
la colaboración con las Humanidades. Las disciplinas humanísticas revelan el
condicionamiento social e histórico de las construcciones filosóficas, mientras
la filosofía pone al descubierto, mediante conceptos, los supuestos impensados
desde los que operan las Humanidades.
Pues
bien, el libro narra, en cierto modo, el destino histórico de este patrón
orteguiano en la filosofía española posterior, desde la Guerra Civil hasta el
final de la Transición. Para ello selecciona, analiza y contextualiza en profundidad
una serie de debates teóricos que han jalonado las distintas etapas de este
proceso. El debate, la controversia, s etransforman así en observatorio
privilegiado a la hora de sondear distintos estados del campo filosófico
español en diferentes momentos críticos.
El
instrumento utilizado para moldear esta reconstrucción histórica lo constituye
la sociología de la filosofía. Aunque formalmente esta disciplina es de factura
reciente y se vertebra a partir de metodologías diversas (sociología de las redes
intelectuales de Randall Collins, sociología de los campos de producción
intelectual promovida por Bourdieu y sus discípulos, sociología de las
estrategias argumentativas practicada por Martin Kustch), Moreno Pestaña
encuentra su inspiración en el programa orteguiano. Este implicaba rechazar una
concepción cerrada de la actividad filosófica, entendido como construcción de
sistemas conceptuales a partir de la exégesis de los textos que componen la
tradición. Este planteamiento presupone que la filosofía está constituida por
un corpus textual autosuficiente, cuya validez es independiente del
contexto histórico en el que se formula. Tal actitud, que implica el
desgajamiento del sistema filosófico fuera de su peculiar circunstancia
histórica, es lo que Ortega identifica y rechaza como “escolástica”. El
contenido del sistema en cuestión es irrelevante, puede tratarse de Durando de
San Porciano o de Antonin Artaud.
Con
estos mimbres el autor traza, en la Introducción, un programa completo de los
problemas y dificultades que debe afrontar la sociología de la filosofía
entendida como prolongación del ejercicio de reflexividad que define a la
actividad filosófica. Diseña así un mapa muy afinado para sortear ese campo de
minas que implica la lectura de textos filosóficos, una guía para esquivar los
precipicios paralelos del reduccionismo filosófico y del sociologismo. Este
apartado introductorio está plagado de sugerencias, ofreciendo una amplia
panoplia de herramientas para el historiador: significatividad de las luchas
fronterizas (para fijar qué es y qué no es filosófico), importancia de los
fracados y d ellos filósofos menores, formulación de la teoría d ellos tres
polos de excelencia (institucional, intelectual, creativa), utilidad del
concepto de “espacio de atributos”, relevancia otorgada a la construcción de
esquemas idealtípicos.
En
su argumentación, Moreno Pestaña atiende a las aportaciones de sus antecesores
(Collis, Bourdieu & cia, Kustch), pero lo hace siempre criticándolas,
evitando precisamente la actitud del escoliasta. Se llega así a una original
combinación de estas contribuciones con el legado conceptual de Ortega y con la
epistemología weberiana de Jean-Claude Passeron. Otra novedad lo constituye la
selección de fuentes. En coherencia con el enfoque propuesto, atento a situar
el filosofar en la vocación vital o trayectoria de los pensadores considerados,
en su contexto práctico y en el menú de posibilidades que en cada caso
conformaba el espacio filosófico, las fuentes consideradas no se limitan a la
“obra” de los pensadores involucrados. El análisis de ese material se confronta
con un corpus diferente, anómalo para el historiador académico de la
filosofía: procesos de depuración en tiempo de guerra, expedientes
administrativos, informes y ejercicios en tribunales de oposiciones,
correspondencia privada, entrevistas orales con los protagonistas.
Con
estos materiales y estas herramientas se aborda, en el primer capítulo, una de
la primeras pruebas de fuego afrontadas por la herencia orteguiana: la Guerra
Civil. En los relatos consagrados, este episodio habría partido en dos la
historia de la filosofía española contemporánea. Exiliados en el exterior o en
el interior, los represnetantes del orteguismo habrían sido borrados de la
escena y reemplazados por partidarios del nuevo régimen, que habrían ocupado
los puestos de sus mayores administrando un nuevo establishment, el de
la filosofía bajo palio, dominado por el nacionalcatolicismo y la tradición
tomista.El verjel se habría transmutado en erial.
Frente
a esta vulgata resuelta con un par de brochazos, se presenta un relato mucho
más matizado. Se calibra la importancia de graduar la incidencia de la Guerra
Civil según las trayectorias individuales y las fases más afectadas de las
mismas. Esto permite por una parte trazar una tipología de las carreras a
partir del impacto que tuvo sobre
ellas el fatal acontecimiento: unas se vieron aceleradas (de modo variable
según los casos), otras ralentizadas, frustradas o interrumpidas, otras se
mantuvieron en sus expectativas anteriores. También varió la pauta de
reclutamiento. Todo un espectro de filósofos de origen humilde (en contraste
con la procedencia de clase media alta d ellos orteguianos) encontraron en la
tutela eclesiástica y en el silencio de los seminarios el modo de superar sus
obstáculos de clase aupándose a la consagración institucional o intelectual. La
estrella sociocéntrica del nuevo amanecer era el Padre Santiago Ramírez.
Por
otra parte, la herencia orteguiana no desapareció como por ensalmo. Muchos de
los intelectuales fascistas se habían socializado filosóficamente en ella, de
modo que seguñia investida de prestigio. La movilización político-militar hizo
más dependiente la lógica del campo filosófico respecto a la del campo
político, pero no evaporó totalmente su autonomía. El cambio afectó sobre todo
a la institución filosófica, con el barrido del orteguismo en las Facultades de
Filosofía y en el Instituto Luis Vives del CSIC. Pero la incidencia de esta
tradición prosiguió a través de Ortega y sobre todo de la creciente influencia
de Zubiri fuera de la Facultad de Filosofía (Laín, Conde, Gómez Arboleya). El
análisis promenorizado y riguroso de las trayectorias le permite además al
autor descartar otro tópico de la historiografía intelectual de este periodo:
la supuesta contraposición entre falangismo “liberal” y tradicionalismo
escolástico.
El
segundo capítulo está dedicado a examinar el debate entre Laín y Marías, en la
década de los cuarenta, a propósito del concepto de “generación”. Este estudio
de caso permite poner en entredicho, d eun modo aún más concreto, el falso
tópico del erial filosófico español durante el mencionado decenio. Como enseñó
Braudel, la materia histórica está articulada en un tiempo múltiple,
multidimensional, donde los campos no se transforman de manera sincronizada.
Simétricamente, no es posible afronar la experiencia vital de un filósofo como
si existieran compartimentos estancos entre sus distintas facetas (práxica,
emocional, cognitiva, etc).
Mediada
la década d ellos cuarenta, el trastocamiento del campo político producido por
la Guerra Civil había afectado sin duda a las modalidades de reclutamiento
profesional y de carrera académica de los filósofos, pero no todavía a su
consagración intelectual. Moreno Pestaña traza la persistencia del orteguismo
como filosofía persistencia en esta época, analizando el modo en que la
filosofía híbrida defendida por Ortega recibía nuevas modulaciones en su
discípulo Zubiri, encontrándose cuestionada por la referencia a Heidegger. Se
sigue la estela de este problema en el debate Marías/ Laín, en un entorno donde
los tomistas controlaban la institución filosófica pero no los valores que
cotizaban en el mercado intelectual.
En el tercer capítulo
se dilucida un importante cambio de panorama. Desde las redes tomistas,
hegemónicas en la filosofía universitaria desde la Guerra Civil, se trata
ahora, ya entrada la década de los cincuenta, de desprestigiar el orteguismo,
esto es, de derribar su preeminencia intelectual. El éxito de la campaña antiorteguiana,
que es la controversia analizada en este capítulo, propició no sólo la
expulsión de las ideas de Ortega, sino la consolidación de un nuevo habitus filosófico
que habría de pervivir más allá del franquismo. En las tentativas de
sistematización y en las diatribas de los Ramírez, Iriarte, Marrero y compañía
contra Ortega, lo que se hace valer es un nuevo prototipo de filósofo: recio y
ascético, retirado de las veleidades mundanas y dedicado a la construcción de
vastas arquitecturas teóricas obtenidas a partir del culto y la exégesis de los
grandes textos de la tradición. En estos pensadores de los cincuenta el corpus
de referencia lo constituyó el legado tomista, pero la nueva generación de
los sesenta no cambiará el patrón (“la norma de la filosofía”), sino sólo los
contenidos. Según los casos se tratará del marxismo, de la filosofía analítica
o del postestructuralismo, esto es, de las corrientes europeas importadas con
avidez en los años de contestación política antifranquista. Pero filosofar continuará
consistiendo en derivar un sistema a partir del desciframiento de un canon textual, sea este el de Hegel o
el de Foucault.
El
capítulo cuarto nos relaja abriendo una espita para el optimismo. Aunque
eclipsada y dominada, la filosofía híbrida, entrelazada con las ciencias
históricas, defendida por Ortega, no quedó totalmente arrumbada en el panorama
filosófico español de los años sesenta y setenta. En algunas instancias de la
filosofía española de esa época existen rescoldos que nos permiten reavivar hoy
el necesario fuego del orteguismo. Estos elementos se encuentran en el conocido
debate que enfrentó a finales de los sesenta, a Manuel Sacristán y a Gustavo
Bueno, a propósito de la titulación de filosofía.
Más
allá de las estridencias de ambos contendientes, Moreno Pestaña revela una
concepción compartida del filosofar como reflexión de segundo orden sobre las
ciencias y sobre las prácticas mundanas. Ambos rechazan la “filosofía de
lector” convertida en canon español desde la década de los cincuenta. La raíz
de esta visión del quehacer filosófico se encontraría en Ortega, modelo
permanente de Sacristán y objeto de una consideración más ambivalente por parte
de Bueno. El autor dedica muchas páginas a reconstruir, en la larga duración,
la perspectiva de Ortega acerca del nexo entre la filosofía y las ciencias
históricas, poniendo de relieve el tronco neokantiano de las posiciones
orteguianas y su vecindad con las ramificaciones del problema en la
fenomenología y en el positivismo lógico. En este proceso Heidegger representa
un cierto bluff, tanto por su recelo respecto a las ciencias como por su
reducción de la historia a una combinación de etimología y comentario de textos
filosóficos.
Pese
a su proximidad, Sacristán y Bueno discrepan. El detallado seguimiento de sus
trayectorias permite detectar la génesis de esta divergencia. El primero
considera que la filosofía académica no aporta nada a la hora de componer una
ciencia autocrítica y reflexiva. Por eso era partidario de eliminar la
titulación específica de filosofía. Bueno sin embargo valora la contribución de
esa filosofía universitaria, y la ejemplifica con los casos de Husserl,
Heidegger y Bergson. La distancia entre ambos no está en su noción del
filosofar, sino en su relación con la institución -integrada en Bueno, marginal
en Sacristán, y en la amplitud de su público en esa época -de amplias miras
culturales y políticas en Sacristán y más especializado en Bueno.
El
Epílogo que cierra el libro amplía la hipótesis acerca de la persistencia de la
“norma de la filosofía” instaurada durante los años cincuenta, aplicándola al
universo de la filosofía española entre los años sesenta y noventa. Para ello
se apoya en un generoso comentario de mi trabajo de 2009, La filosofía
española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990). Los
cambios fundamentales que delimitan el proceso de transición filosófica
descrito en esta obra no contradicen el continuado predominio de un quehacer
filosófico confinado en la exégesis de textos e identificado con la tarea
escolástica (en el sentido de Ortega) consistente en aplicar un sistema de
referencia (en un repertorio ahora ensanchado, incluyendo a todas las
corrientes de la modernidad) desgajado de su contexto a la comprensión de
cualquier tipo de realidad.Escrita
a la vez con amenidad y elegancia, la monografía de Moreno Pestaña no sólo
ayuda a desembarazarse de una interminable lista de tópicos historiográficos
sobre la filosofía española del siglo XX. Constituye al mismo tiempo uno de los
mejores ejemplos de ejercicio filosófico original que podemos encontrar hoy en
nuestro país; invita a retomar nuestra perdida tradición orteguiana para
aprender a pensar de nuevo
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