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lunes, 16 de julio de 2012

"Un enfoque metodológico para el estudio de las ideas políticas en México" de Alejandro Estrella para la "Revista Justa"



Alejandro Estrella publica en la Revista Justa. Lectura y Conversación el artículo "Un enfoque metodológico para el estudio de las ideas políticas en México". Se trata de una introducción metodológica a su libro de próxima aparición: "Libertad, progreso y autenticidad. Las ideas políticas sobre México a través de las generaciones filosóficas".

http://www.justa.com.mx/?p=35941

Texto completo:

 El siguiente artículo puede considerarse como una nota de investigación de carácter metodológico. En ella pretendo exponer algunas de las líneas fundamentales que articulan un análisis sociológico sobre las ideas políticas generadas por el discurso filosófico mexicano. La tesis teórica fundamental sobre la que se sostiene mi estudio afirma que los campos intelectuales -entre ellos, quizás de manera singular el filosófico- se han constituido históricamente de tal forma que, parte del éxito en sus lances, depende precisamente de la capacidad para ocultar que el contenido de sus ideas está vinculado, en diverso grado, al contexto en el que estas se produjeron. En este sentido, cabría decir que el trabajo intelectual responde a una continua labor de depuración de sus anclajes mundanos, hasta generar un producto final que tiene como característica ocultar, precisamente, ese trabajo de depuración. Al deshistorizar la historia de este trabajo, la obra intelectual o filosófica parece trascender sus condiciones particulares de producción y puede aspirar a presentarse dotada de universalidad. En definitiva, nuestra primera tesis afirma que las ideas filosóficas reconocidas como legítimas según los criterios colectivos del campo poseen simultáneamente una dimensión  histórica y formal.
            De esta tesis se desgaja una segunda de carácter metodológico: para comprender las ideas intelectuales y filosóficas en toda su complejidad, es decir en su doble dimensión histórica y formal, es necesario dotarse de un conjunto de herramientas que permitan reconstruir el trabajo de depuración y deshistorización al que han sido sometidas. Expondré algunas de estas herramientas sacadas de la sociología de la filosofía, siempre en relación con el objeto de estudio que aquí nos ocupa: las ideas políticas generadas por el pensamiento mexicano. De este modo, podemos distinguir tres grandes ejes metodológicos.          
Por razones que expondré a continuación, el periodo que abarca mi investigación ocupa desde la definitiva instauración del régimen republicano (década de los 60 del siglo XIX) al comienzo de la institucionalización de la Revolución (década de los 30 del siglo XX). El contenido que adoptaron las representaciones ideológicas durante este periodo dependió en gran medida de los avatares por los que atravesó la historia política mexicana: la reflexión filosófica se desarrolló y varió al ritmo de los profundos conflictos y transformaciones por los que atravesó el proyecto republicano a lo largo de esos 60 años. Esta influencia de la vida pública sobre el discurso filosófico no tuvo lugar exclusivamente en calidad de objeto de estudio. También se debió al hecho de que el campo intelectual mexicano carecía durante esos años de una autonomía suficientemente sólida. Las interacciones intelectuales se encontraban subordinadas a los conflictos entre las diferentes familias políticas del liberalismo mexicano, de forma que la agenda intelectual estaba marcada en gran medida por la agenda política. No sería hasta la década de los 20 del siglo pasado cuando los intelectuales mexicanos comenzaron a desarrollar, sobre la base de un nuevo entramado institucional que pugnaba por independizarse del poder político, una conciencia de sí como grupo social diferenciado. Como consecuencia, en la década de los 30 las representaciones políticas que producía el discurso erudito disponían de un mayor grado de autonomía respecto a las urgencias temporales del que gozaba tres décadas antes. Estos dos acontecimientos fundamentales -la inauguración de un nuevo orden escolar e intelectual bajo la Reforma y, a través del proceso revolucionario, la conquista de cotas de autonomía lo suficientemente importantes como para poder comenzar a hablar de un campo intelectual y filosófico diferenciado y profesionalizado- conforman la horquilla temporal de nuestro trabajo.
            Recapitulemos. A lo largo de esos 60 años, las ideas políticas que produjeron los filósofos mexicanos estuvieron determinadas por el variable grado de dependencia del universo intelectual hacia la esfera pública y sus redes. La prioridad que adquirieron los debates sobre estas temáticas en el orden del día intelectual debe entenderse, antes que como resultado de una preferencia consciente de los pensadores, un efecto de dicha dependencia. La autonomía de la que logró dotarse el campo intelectual mexicano a lo largo de los años 20 del nuevo siglo vino determinada por dos factores: los efectos del proceso revolucionario en la posición social y en la percepción de los intelectuales como grupo específico –con autonomía respecto a las redes políticas- y el desarrollo de todo un entramado institucional sobre el cual se erigió un conjunto de interacciones de carácter específicamente intelectual. Sobre este desarrollo institucional se edificaron las bases de la filosofía contemporánea mexicana. Efectivamente, desde finales de la década de los 30 seremos testigos de cómo la diferenciación de la actividad filosófica se intensifica a partir de dos grandes líneas de acción: la constitución de una base institucional adecuada para la investigación filosófica y el incremento del profesionalismo de la disciplina[1]. De este modo, a medida que el campo filosófico adquirió mayores cotas de autonomía, las preguntas y respuestas en torno al problema político de México tendieron a expresarse, menos en clave directamente política y más a través de polémicas específicamente filosóficas, o al menos, como enfrentamientos entre proyectos académicos alternativos. Esta relación cambiante entre el universo intelectual y el ámbito político que acabamos de describir constituye una de las líneas directrices de nuestro relato.
            Ahora bien, y con esto entramos en el segundo eje metodológico, considerar este grado de dependencia no supone reducir las polémicas intelectuales a meras relaciones de fuerza entre familias políticas. Esta suerte de reduccionismo nos llevaría a considerar que la idea filosófica refleja sin gasto ni trabajo las condiciones sociales desde las cuales se produjo. Para que un autor sea considerado como un interlocutor competente por parte de los pares debe someter sus intereses y urgencias temporales a los debates y a la lógica intrínseca del campo intelectual en el que se sitúa. Pese al escaso grado de convertibilidad que regía el comercio entre el mundo político e intelectual, los discursos sobre los problemas políticos de México no pueden considerarse un pálido reflejo de las discusiones que tenían lugar en el Congreso de la Unión. Esto se debe al hecho de que el debate intelectual sobre México se insertaba dentro de una problemática específica, en el marco de un conjunto de problemas complementarios que dotaba a este asunto de un sesgo característico y distintivo frente a la discusión estrictamente política. Esta problemática intelectual específica era el resultado de imbricar el debate de las ideas políticas sobre México con otros dos asuntos fundamentales: el de la educación pública y el de la metafísica. La posición adoptada sobre la naturaleza de la comunidad política mexicana y de los obstáculos que esta debía superar se vinculó a la pregunta por las políticas educativas que debía implementar el Estado y por las instituciones académicas adecuadas para generar una comunidad de ciudadanos. La discusión sobre las ideas políticas se superpuso así a un conflicto en torno al poder académico. Por otro lado, la pregunta por la educación pública y el papel del Estado introdujo la discusión sobre los contenidos, los principios sobre los que debía erigirse esa formación ciudadana, debate que giraría fundamentalmente en torno a la oposición ciencia-metafísica. La resolución de esta cuestión habría de producir, se entendía, efectos decisivos sobre la comunidad política y su futuro.
            Esta problemática triangular constituye el estado de la cuestión en torno al cual discuten los aspirantes a ocupar el centro de atención intelectual mexicano del último tercio del siglo XIX. Campo de discusión cuyas líneas fundamentales no serán alteradas hasta la irrupción de una generación intelectual que, representada de manera excepcional en la figura de Antonio Caso, lo reconfigurará en un nuevo campo problemático más autónomo, precursor de los grandes debates filosóficos de los años 40 y 50 relativos a la autenticidad de la filosofía y del ser mexicano. En definitiva, otra línea directriz a la hora de reconstruir las sucesivas representaciones políticas de México generadas por la inteligencia será considerar la forma en que dichas representaciones se insertaban en el marco de esa problemática teórica específica.
            Pero este marco discursivo no sólo actúa definiendo una frontera que distingue, aun de manera difusa, el terreno intelectual del estrictamente político. También funciona como un campo de posibilidades estratégicas que obliga a posicionarse a los diferentes agentes que compiten en él. Esta cuestión nos remite a la pregunta por la morfología que adquirió esta comunidad específica de fronteras variables. Y en este punto es necesario introducir el concepto generación. La generación es la forma que adquieren las relaciones intelectuales a través del tiempo, ejerciendo como mecanismo de diferenciación de los agentes intelectuales en torno a la problemática compartida. La prioridad que adquiere en nuestro trabajo este criterio sobre otros posibles responde a un imperativo empírico. Sin duda, las comunidades intelectuales no sólo se estructuran en términos generacionales. El investigador puede elegir otros criterios para organizar la evidencia y localizar los puntos en los que se genera una mayor creatividad intelectual en torno a las cuestiones disputadas. Si en nuestro estudio nos decantamos por la variable generacional se debe a su poder heurístico, su capacidad para explicar de manera eficaz la forma en la que se organizaron los conflictos y las solidaridades de la intelectualidad mexicana durante el periodo que nos ocupa. Nuestro trabajo se centra en el estudio de las representaciones políticas producidas por tres grandes grupos generacionales, cuyo conflicto señala los puntos de mayor creatividad intelectual del periodo. La primera, la de los metafísicos asociados a las redes políticas de los viejos liberales, organizaría sus representaciones políticas sobre México en torno a la categoría de libertad. La segunda, la de los positivistas vinculados al grupo de los científicos, lo haría en torno a la de progreso. La tercera, la del Ateneo, genera -tras la profunda transformación que sufren las redes intelectuales durante la Revolución- un discurso en torno a la democracia y la autenticidad que sería heredado por los filósofos de la siguiente generación, quienes lo reconfigurarían en clave de un debate en torno a la esencia de lo mexicano. Cada una de estas grandes categorías es en gran medida producto del conflicto con el grupo generacional que le precede. El enfrentamiento incitó a sus integrantes a complejizar sus ideas, a refinarlas y ajustarlas a los envites del contrario. A través del uso que hicieron de ellas fueron dotándolas de significado[2].
            Ahora bien, el uso que hacemos del concepto de generación no se corresponde con su noción más extendida. Usualmente se considera que el término hace referencia a un conjunto de personas que comparten el mismo rango de edad y que por esta razón poseen una forma similar de comportarse y de representar el mundo. El problema de esta interpretación reside en dos puntos. Primero, en deducir de manera mecánica un comportamiento social y cultural a partir de un determinante biológico: la edad, medida a través de la convención cronológica del número de años. Segundo, en definir de una vez para siempre una magnitud cronológica que da cuenta del ritmo de sucesión generacional (normalmente, 15 o 30 años). En relación al primer punto cabe cuestionar la idea de que el hecho natural de la sucesión cronológica de individuos tenga por sí mismo un significado histórico y sociológico. En este punto resulta útil apelar a las propuestas de Pierre Bourdieu[3] y Karl Mannheim[4]. Estos autores nos recuerdan que para que el hecho biológico produzca efectos sociales es necesario ponerlo en relación con las transformaciones de las estructuras en las cuales los individuos interactúan y se socializan. En concreto, debe relacionarse con los cambio en las formas de “generar” nuevas subjetividades en el marco de cada campo social específico (v.g. campo intelectual, campo político, etc.). De aquí que, en relación con el segundo punto, ambos autores reconozcan que el ritmo de sucesión generacional no constituye una magnitud universal ni externa a la propia temporalidad del universo social en el cual se generan esas subjetividades.
            Para corregir los sesgos del paradigma naturalista Mannheim propone una distinción entre localización, complejo y unidad generacional[5]. Mannheim descarta la posibilidad de que individuos que pertenecen a contextos culturales o civilizatorios diferentes puedan formar una generación aunque compartan el mismo rango de edad (por ejemplo, en el México del porfiriato y en la China de los boxers). El concepto de localización generacional permite así identificar situaciones en las que es imposible que surja una generación.
            Un complejo generacional se crea cuando los individuos situados en una misma localización cultural se ven sometidos a un horizonte de experiencia compartida y participan de esta forma bajo un destino común en la situación histórica que experimentan. Esta afirmación requiere una aclaración. Una experiencia social compartida por varios individuos se produce cuando estos se sitúan en universos sociales similares. A excepción de acontecimientos “totales” que implican a todo el entramado social (v.g. una guerra) no debemos considerar, sostiene Mannheim, que un complejo generacional de cabida a las diferentes clases de experiencia social (v.g. al hombre de letras y al campesino). La noción de complejo generacional se compadece de esta manera con la tesis que sosteníamos más arriba según la cual el concepto de generación no puede considerarse como una magnitud universal e indiferenciada: las generaciones surgen vinculadas a un determinado campo social, cuando este sufre un cambio en la forma de generar las subjetividades que participan en sus lances[6]. Así, siempre que exista el suficiente grado de autonomía, la morfología generacional de un campo como el intelectual no tiene por qué corresponderse con la de otros universos sociales, como el político: un nuevo complejo generacional puede surgir en uno sin que tal acontecimiento tenga lugar en el otro. 
            Finalmente, Mannheim señala que los que los individuos que comparten un mismo horizonte de experiencia pueden o no articular dicha vivencia de manera similar. El concepto de unidad generacional sirve para distinguir estas formas de manejar la experiencia compartida dentro de un mismo complejo generacional, o lo que es lo mismo, para identificar las posibilidades en las que este se polariza. Resulta importante señalar cómo estas unidades generacionales se corresponden con grupos que en ocasiones se autocalifican a partir de una categoría generacional (v.g. la generación del 15, la Juventud del Ateneo o los científicos). En este sentido, puede ser de utilidad -al igual que antes hacíamos uso del concepto de campo de Bourdieu- apelar a los de ritual de interacción y de red de Randall Collins. Podríamos decir que quienes comparten determinadas disposiciones sociales y expectativas -intenciones básicas y principios configuradores en palabras de Mannheim[7]- tienen mayor posibilidad de encontrarse y llevar a cabo rituales de interacción coronados por el éxito. Estos rituales retroalimentan al grupo ya que redundan en un sentido de pertenencia, en una identidad y en una idea de misión colectiva[8]. De esta manera, las unidades generacionales de Mannheim no son sino lo que para Collins constituye la concreción en determinados puntos de la red intelectual de encuentros creativos entre grupos de pares. El conflicto entre unidades generacionales dentro del mismo complejo generacional (la competencia entre intelectuales coetáneos) o entre unidades que pertenecen a diferentes complejos generacionales (los conflictos entre maestros-discípulos), constituirían para el sociólogo norteamericano el motor de la creatividad intelectual.
            Para finalizar con este punto baste señalar que, como hemos intentado poner de manifiesto, los conceptos de Mannheim, Bourdieu y Collins pueden complementarse a la hora de analizar la morfología de las redes intelectuales. Cada uno de estos conceptos permite observar con mayor claridad un aspecto u otro de las formas de vida filosóficas e intelectuales. Si otorgamos cierta relevancia a la terminología de Mannheim a la hora de organizar la evidencia y estructurar la narrativa de nuestro relato se debe al hecho de que, para el periodo que aquí no ocupa, los conflictos que generaron un mayor grado de creatividad en las redes intelectuales estaban determinados fundamentalmente por factores generacionales[9].
            Recapitulemos. A lo largo del último tercio del siglo XIX y el primero del XX observamos como el campo intelectual mexicano experimenta un progresivo incremento de su autonomía con respecto al campo político. Ya durante la década de los 30 y 40, el campo filosófico, como parte del campo intelectual, se diferencia y profesionaliza frente a otros saberes. A lo largo de este proceso se dan cita tres complejos generacionales que comparten en cada caso un mismo horizonte de experiencia. Dentro de cada uno de estos complejos, una determinada unidad generacional –una forma específica de manejar la experiencia compartida- domina sobre las otras: los metafísicos dentro del primer complejo, los positivistas dentro del segundo, el Ateneo en el tercero. Lo que nos interesa entonces es ver cómo estas tres unidades discuten en torno a una problemática teórica específica, en la que las representaciones políticas sobre México adquieren –junto con el problema de la educación y la metafísica- un lugar privilegiado. Resultado de distintas condiciones de producción de subjetividades intelectuales, estas unidades generacionales resuelven de manera diferente la problemática teórica en torno a la cual se enfrentan, pensando la realidad política mexicana a partir del paradigma de la libertad, de la libertad y de la autenticidad, respectivamente.
Para terminar señalaremos algunas características sociológicas de estos grupos que contribuyen a explicar la toma de posición teórica que llevan a cabo. En el caso de los metafísicos (nacidos entre 1820 y 1830) son tres los elementos formativos que los caracteriza como unidad generacional. Primero, una implicación en la vida pública a través de las viejas familias políticas del liberalismo reformista. El vínculo con estos grupos -a los que sus oponentes pronto tildarían de liberales puros o jacobinos- provenía de las solidaridades creadas durante las guerras de reforma; experiencia, por otro lado, que los haría profundamente anticlericales y defensores a ultranza del laicismo republicano[10]. Segundo, una formación literaria de corte romántico que se subordina al servicio de la causa política -por ejemplo, el proyecto romántico de Guillermo Prieto de mexicanizar la literatura emancipándola de su pasado colonial- y que orienta su reflexión filosófica hacia el ámbito de la metafísica idealista. Tercero, una carrera académica normalmente vinculada a la judicatura, lo que les habilita para participar en las nuevas instituciones republicanas e incluso, como es el caso de la Constitución de 1857, en el diseño de las mismas y, en consecuencia rentabilizar simbólicamente en el campo intelectual su condición de padres fundadores del régimen.  Con el definitivo triunfo de la reforma en 1865 y el ascenso de esta red a una posición dominante, estos tres elementos que los caracterizaba como unidad generacional se convertirían en requisitos generales de consagración intelectual[11]. La idea de libertad, desde una óptica romántica y profundamente anticlerical, enraíza en este tipo de trayectoria marcada por las guerras de Reforma y la instauración de un nuevo régimen que, entre otras cosas, perseguía limitar el poder espiritual de la Iglesia.
Ahora bien, la decisión de Juárez de confiar esta misión a Gabino Barreda -quien se situaba, dentro del mismo complejo que los metafísicos, en el marco de otra unidad generacional- activó una profunda reestructuración del campo académico que culminó con la desmantelación de la vieja universidad y la creación de las Escuelas Superiores y de la Escuela Nacional Preparatoria; institución  que él mismo dirigiría durante 11 años. El resultado de esta reforma fue la creación de nuevas condiciones para la generación de intelectuales, y con ella la formación de una red de jóvenes alumnos formados en el positivismo del maestro. Los viejos liberales entendieron esta escalada, no sólo como una merma de su prestigio intelectual y de su influencia sobre las instituciones educativas sino, lo que es más importante y contribuye a explicar la virulencia que llega a alcanzar el conflicto generacional en determinados momentos, como una auténtica amenaza para los principios que inspiraban el régimen que habían contribuido a fundar.
La nueva unidad generacional formada en torno a la figura de Barreda poseía un perfil distintivo. Nacidos en la década de los 40 y 50 eran el retoño de un régimen que les iba a abriendo progresivamente sus puertas, primero en el ámbito académico e intelectual, luego en la administración del Estado y, finalmente, en los puestos de la alta política. Dada la concentración de las instituciones de educación superior en la Ciudad de México y el pequeño número de individuos que accedían a ella, lograron constituir un grupo muy cohesionado, donde la figura del maestro actuaba como referente colectivo. Producto de una institución inspirada en los principios del positivismo comteano incorporaron una serie de disposiciones intelectuales que los distinguía de los miembros de las red idealista y romántica: la tendencia a dotar de sesgo técnico a las operaciones intelectuales, la predisposición a evitar el uso de una retórica emotiva o la preferencia por los argumentos empíricos sobre la especulación filosófica eran algunas de ellas.
La progresiva implicación en los asuntos temporales que lleva a cabo esta unidad generacional resulta de la adecuación entre la demanda de un régimen que entiende las instituciones educativas como cantera de personal y la oferta que los propios estudiantes generan. De esta forma surge una nueva red política cuyo origen responde a un patrón diferente al de las jacobinas, a las que se vinculaban los intelectuales metafísicos. Los integrantes de la nueva red no habían participado en las guerras de reforma y constituían un círculo restringido en la capital cuyas solidaridades emanaban de una formación académica e intelectual compartida. Conocidos posteriormente como el partido de los científicos, se presentaban como una elite intelectual que, haciendo del positivismo su bandera, podía convertirse en una tecnocracia adecuada para dirigir el proceso de centralización y racionalización del Estado en el que se embarcó el gobierno de Díaz a partir de la década de los 90.
            Pero antes de llevar a cabo este asalto al poder político, los jóvenes positivistas tuvieron que hacer frente a los ataques de los metafísicos quienes, tras haber logrado la destitución del Barreda al frente de la Escuela Nacional Preparatoria, aspiraban a abolir su reforma educativa.  El conflicto adquirió un formato en apariencia sumamente técnico pues giró en torno a cuáles eran los manuales de lógica adecuados (de corte krausista o positivista) para la formación de los alumnos. El conflicto político y académico se encontraba sin embargo sublimado en la polémica. El hecho es que los positivistas, ya liberados de la tutela del maestro, entendieron la necesidad de responder a este ataque a partir de una nueva estrategia: dotaron al positivismo de una vocación política de la que carecía la doctrina de Barreda y se alejaron de Comte para acercarse a Spencer. Los positivistas se dotaban así de nuevas armas para encarar el conflicto con sus mayores.
El evolucionismo y la idea de progreso se convirtieron en la pieza clave sobre la que edificaron su propuesta. Su diagnóstico de la realidad mexicana partía de la experiencia que, como jóvenes aspirantes, vivieron de los enfrentamientos entre las diferentes facciones liberales a la muerte de Juárez. A esta percepción se suma una preocupación creciente por el subdesarrollo material y moral del que adolecía la sociedad mexicana. En definitiva, dónde los viejos liberales contemplaban un México ya encauzado por la senda del progreso y la libertad merced al proceso revolucionario que ellos habían protagonizado, los jóvenes positivistas denunciaron el ínfimo grado evolutivo de la sociedad mexicana, la necesidad de culminar la transición de la era militar a la era industrial y de fortalecer el organismo nacional para prepararlo para competir por la supervivencia aunque eso supusiera dejar en suspenso la Carta de 1854[12]. La polémica finalizó con el triunfo de los positivistas quienes lograron hegemonizar el campo intelectual y posteriormente acceder a las principales Secretarías del gobierno de Díaz.
 Ahora bien, durante las dos primeras décadas del siglo XX asistimos a la eclosión de un nuevo complejo generacional marcado por la descomposición del régimen porfirista y el desarrollo del proceso revolucionario. En el marco de este nuevo complejo pronto destacará una unidad generacional que, nacida en el seno de la red positivista, irá marcando paulatinamente diferencias con sus maestros, hasta que la irrupción de la fase militar de la Revolución los obligue redefinir su posición y su identidad como grupo: el Ateneo.
Esta unidad generacional (nacidos en torno  la década de los 80 del siglo XIX) se caracteriza por una serie de elementos: una formación humanística y literaria y, en el caso de los filósofos, unas disposiciones religiosas heterodoxas, características de lo que podríamos denominar como un cristianismo profético. Por otro lado, estos jóvenes formados en su mayoría en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, se sitúan en la estela del positivismo crítico de Justo Sierra y Ezequiel Chávez. Ambos personajes se habían mostrados críticos con la esclerotización en la que había caído la escuela positivista. Su apuesta por contemplar una concepción de la ciencia más abierta y sujeta a revisión tuvo su refrendo institucional en la creación de la Universidad Nacional y la Escuela de Altos Estudios. En este marco, Sierra y Chávez no dudaron en apadrinar a los jóvenes del Ateneo cuyas características los convertían –en el marco de un estudiantado polarizado entre católicos y positivistas- en el mejor apoyo a su proyecto intelectual y académico. De esta forma, el Ateneo como unidad generacional se dotó de un perfil ambiguo: formados en las instituciones creadas por Barreda, se sitúan en la genealogía del positivismo crítico de Sierra y acaban postulándose como aspirantes a dirigir el proyecto institucional que este encabeza.
No obstante, el proyecto colectivo del Ateneo se vio frustrado con la irrupción del proceso revolucionario. Las diferentes tomas de posición política y el conflicto armado dieron al traste con el proyecto ateneísta que es sustituido por colaboraciones puntuales entre sus antiguos miembros. Ahora bien, la Revolución también generó condiciones adecuadas para el desarrollo del campo intelectual y para la producción de nuevas ideas políticas. Por un lado, la Revolución trajo consigo una primera ruptura con el elitismo que caracterizaba al campo intelectual y académico mexicano. Si bien el acceso a la cultura escolar en relación con la población total continúa siendo aún restringido, comparado con el periodo anterior, el incremento es significativo, especialmente durante el mandato de Vasconcelos en la Secretaría de Educación. A partir de los años 40, esta tendencia se consolida, lo que contribuye a consolidar un mercado intelectual relativamente autónomo frente a poderes exógenos. Por otro lado, la irrupción de las clases populares en el proceso revolucionario alteró la perspectiva de los intelectuales sobre la realidad nacional y sobre el papel que debían cumplir en ella. La Revolución barrió los estrechos límites del positivismo que ya habían sido cuestionados por la juventud del Ateneo y predispuso a algunos de sus antiguos miembros a asumir la tarea de reconstrucción nacional a través de la educación y la cultura. En este marco cabe destacar la figura de Antonio Caso. Si Vasconcelos democratiza las condiciones de acceso al mundo escolar, Caso reorganiza los estudios de filosofía, introduce nuevos autores, redefine el estado de la cuestión tal y como había sido legado por la “pax positivista” y se convierte en el punto de encuentro de todos los aspirantes a ingresar en el mercado filosófico. ¿Qué nuevas ideas políticas sobre México introduce Caso en el discurso intelectual?
Hacia 1924, año en que edita El problema de México y la Ideología nacional, Caso ha escrito ya algunos textos de carácter político en los que abordaba el problema de México en clave muy similar a la de sus maestros positivistas; es decir, reconociendo que las formas democráticas constituían un mero ideal en el marco de una realidad política mexicana dominada por el caudillaje, la pobreza y la ignorancia. De aquí que el problema de México radicara fundamentalmente en lo que acertó a denominar como el “bovarismo nacional”: la copia irreflexiva de modelos político-ideológicos extranjeros sin una previa transformación de la realidad sobre la cual estos se asientan[13]. Ahora, si bien este ideal debe contraponerse en todo momento con las condiciones objetivas que impiden su realización, no por ello debe aceptarse el sacrificio de esa “imperfecta democracia”, tal y como hizo el régimen de Díaz. En este sentido era necesario, concluiría Caso, adaptar el ideal revolucionario de la Constitución de 1857 a los problemas de la realidad mexicana con el fin de facilitar el proceso democrático; adaptación que pasaría por incluir en su articulado un contenido social del que aquella carecía[14]. Por otro lado, México se enfrenta a un problema fundamental: su falta de unidad racial y cultural, lo que se traduce en la inexistencia de una comunidad nacional. Para que una democracia revolucionaria sea viable es necesaria la forja de un proyecto comunitario para el cual, recuerda refiriéndose explícitamente al marxismo, no son útiles las ideologías extranjeras: la nación debe articularse sobre un sentimiento moral (no sobre una idea) de caridad; principio que identifica con la figura, no del Cristo Rey sino del  Cristo pueblo (lo que denota las disposiciones proféticas del filósofo)[15] (Caso, 1976b: 82-84). La democracia en la que cree debe encarnarse la revolución es por tanto la unión del principio liberal de la libertad individual y la exigencia de solidaridad que nace del principio cristiano de la caridad[16]. Sólo a partir de esta asociación moral es posible construir la comunidad social y política mexicana, integrada por personas y no por meros individuos
Se prefigura en este enfoque el problema de la autenticidad y del ser mexicano que ocupará la atención del siguiente complejo generacional protagonista de la escena filosófica mexicana a partir de finales de los años 30 y principios de los 40. En diálogo crítico con el maestro y bajo la influencia del exilio filosófico español, las diferentes redes de la filosofía mexicana combatirán en torno a la legitimidad de este problema y a la forma de encararlo. Pero esta cuestión sale ya fuera de los límites de nuestro trabajo.



[1]    Villoro, L. En México, entre libros. Pensadores del siglo XX, México, El Colegio de México y FCE, 1995, Pp. 36-37.
[2]    Una visión sistemática de este enfoque en el que el significado de las ideas se adquiere a través del uso y del conflicto en el marco de contextos determinantes se encuentra en el ensayo de Quetin Skinner “Meaning and understanding in the history of ideas”, History and Theory, Vol. 8, No 1, 1969, Pp. 3-53.
[3]    Bourdieu, P. La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 2006, pp. 464.
[4]    Mannheim, K.: “El problema de las generaciones”, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Nº 62, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1993.
[5]    Mannheim: “El problema….” Pp. 221-22.
[6]    En el caso del mundo intelectual, este hecho estará relacionado con  los cambios en las políticas escolares y académicas y en las formas de consagración dominantes.
[7]    Mannheim: “El problema…” Pp. 223-225.
[8]    Collins, R. Cadenas de rituales de interacción, España, Anthropos, 2009, Pp. 262
[9]    Insistamos en que esto no siempre tiene por qué ser así. Por ejemplo, durante el mismo periodo en España los conflictos entre unidades dentro del mismo complejo generacional son los que generan una mayor creatividad intelectual. Ahora bien, dentro del mismo espacio geográfico y cultural esto puede cambiar. Por ejemplo, en México, a partir de la década de los 40 del siglo XX el enfrentamiento más creativo tendrá lugar, no entre generaciones, sino entre los diferentes nódulos filosóficos que emergen de la herencia de Antonio Caso. Véase al respecto: −    Estrella, A. “Antonio Caso y las redes filosóficas mexicanas: sociología de la creatividad intelectual”, Revista Mexicana de Sociología, Año 72, Nº 2. México, Instituto de Investigaciones Sociológicas, 2010.
[10]   González, L. “La ronda de las generaciones”, Obras 1. (Primera parte), México, El Colegio de México, 2002, Pp: 334. El origen social de esas familias políticas liberales es similar al de los grupos intelectuales afines. Constituyen un grupo que se forja en las guerras civiles y adquiere la fisonomía de una casta político-militar. Sin menoscabo de una representación civil en la capital, es en el conjunto de solidaridades y dependencias locales que les permite controlar el México rural y el poder de los estados, dónde reside la verdadera fuerza de esta facción del republicanismo.
[11]   González y González acierta a ver en la oratoria una síntesis de estos tres elementos característicos de la formación de esta unidad generacional: una agitada vida política marcada, a diferencia de la generación posterior, por el recurso a las armas, una clara inclinación literaria, especialmente por la poesía y, llegada la pacificación, una constante intervención en la tribuna pública. La oratoria, pasional y grandilocuente, permite transitar sin excesivo coste por estas tres esferas (González, L.: “La ronda … Pp: 336).
[12]   Dos cuestiones se desprenden de aquí. Primero, el paso de la era militar a la era industrial tendrá lugar, no a partir de una crisis social sino de la rigurosa aplicación de una política científica. Se aprecia entonces en esta valoración de los positivistas una contraposición entre formas de capital: el militar, que se asocia a la vieja generación liberal, y el intelectual y económico que se vincula a la nueva generación que ellos representan. En segundo lugar, la referencia a un medio competitivo apunta de manera explícita al peligro que supone para México la vecindad con los  Estados Unidos, cuyo desarrollo industrial y biológico pone en peligro la propia supervivencia de México. Zea, L. El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, México, Fondo de Cultura Económica, 2005, Pp. 207.
[13]   Caso, A. “Discursos a la nación mexicana”, en Obras Completas vol IX, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1976, Pp: 22-24. Caso, A. “El problema de México y la ideología nacional”, en Obras Completas vol IX, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1976, Pp 69-96.
[14]   Caso, A. “El problema interno de nuestra democracia”, en Obras Completas vol II, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1971, Pp. 185.
[15]   Caso, A. “El problema de México…” Pp. 82-84.
[16]   Hurtado, G: El Búho y la serpiente. Ensayos sobre la filosofía en México en el siglo XX, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007 Pp. 79. Salmerón, F. “Los filósofos mexicanos del siglo XX” en Estudios de la Filosofía en México. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985 Pp. 282. 

1 comentario:

  1. Alejandro enhorabuena por el magnífico trabajo que estás haciendo, especialmente por tu presentación en el reciente Seminario Campo Político- Campo Intelectual,que acabo de escuchar en audio. El marco metodológico que planteas: grado de autonomía, problemática filosófica específica y morfología de redes me ha ayudado mucho a clarificar un texto que preparo sobre la recepción de Heidegger en España. Te copio y cito. Gracias compañero.
    Francisca

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