Carlos Illades de la UAM-Iztapalapa nos presenta un texto
que leyó el 18 de abril en el coloquio “En torno a la obra de Eric
Hobsbawm” en la Facultad de Economía de
la UNAM.
“Ser comunista” Eric Hobsbawm y el género autobiográfico.
Sorprende que Eric Hobsbawm y Louis Althusser, dos de los
intelectuales marxistas más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado,
dieran un sesgo tan diferente a sus respectivas autobiografías[1]. Nacidos con
unos meses de distancia en la periferia de los imperios británico y francés -el
primero en Alejandría en junio de 1917, y el otro cerca de Argel en octubre de
1918-, comunistas ambos, alistados en la segunda Guerra Mundial, defensores a
ultranza de la cientificidad del marxismo y próximos a Latinoamérica, este paralelo
biográfico no bastó para que adoptaran un patrón semejante en el complejo acto
de hablar acerca de sus vidas, de explicarse a sí mismos.
Althusser optó por la introspección, por un autoanálisis que
permitiera a la razón internarse en el laberinto de una psique dañada. Y
Hobsbawm narró su paso por el siglo xx más como historiador que como
protagonista, tomando la mayor distancia posible de algo que indudablemente le
atañía, procurando omitir los detalles personales que consideraba carecían de
interés general. No obstante, se permitió algunas licencias para hablar de los
otros, como cuando recordó la visita que hizo el filósofo francés al University
College, de Londres, y sus ataques de ansiedad, obsesionado consecutivamente
por comprar un piano de cola y un Rolls-Royce. “Parecía evidente –escribió
Hobsbawm- que aquella mente preclara estaba acelerando ya la marcha del motor
de su cerebro alrededor de una pista mortal que había de conducirlo a un
destino trágico”[2].
De Años interesantes, la autobiografía de Hobsbawm publicada
en 2002, Perry Anderson escribió que bien podría considerarse el quinto volumen
de su historia de la modernidad, pudiéndose titular por mérito propio “la era
de EJH”[3]. Y lo es, no únicamente por el amplio y fino registro que ofrece del
siglo xx, al que en 1994 había dedicado la que para muchos es su obra más
importante (La era de los extremos), sino por la riqueza de las vivencias
asociadas tanto con la nacionalidad de sus padres –británico el padre y
austriaca la madre-, que contrajeron nupcias cuando ambos países se enfrentaban
en la primera Guerra Mundial, como con su procedencia judía en una Europa que
pronto padecería los estragos del nacionalsocialismo.
Así, los primeros quince años de la larga vida del futuro
historiador transcurrieron en Alejandría, Viena y Berlín. La muerte de los
padres durante su residencia en Austria había provocado el traslado de la
familia (tenía dos hermanos) a casa de sus tíos a la capital alemana, donde
estuvo entre 1931 y 1933. Por tanto, en una adolescencia que tenía sus
recompensas a pesar de la situación de la familia, presenció el derrumbe de la
República de Weimar, la devastadora crisis económica y la movilización de las
camisas pardas. Pero, acaso lo más importante de esos años, definió su vocación
política:
Los meses de mi estancia en Berlín hicieron de mi un
comunista para toda la vida o, como mínimo, un hombre cuya vida perdería su
carácter y su significado sin el proyecto político al que se consagró siendo un
estudiante, a pesar de que dicho proyecto ha fracasado de forma patente, y de
que, como ahora sé, estaba condenado a fracasar. El sueño de la Revolución de
Octubre permanece todavía en un rincón de mi interior, como si se tratara de
uno de esos textos que han sido borrados y que siguen esperando, perdidos en el
disco duro de un ordenador, que algún experto lo recupere[4].
No obstante sus expectativas juveniles, las bases sobre las
que se cimentó la empresa comunista no eran las idóneas para conducir el
proceso hacia el final deseado. Las intenciones y los resultados, como muestra
la obra historiográfica de Hobsbawm, rara vez coinciden. De esta manera, aunque
los bolcheviques se planearon construir el socialismo, el mayor de sus éxitos
consistió en postergar por setenta años la disgregación del último de los
absolutismos y modernizar un país agrario atrasado[5].
El historiador británico racionalizó el fracaso del
“socialismo realmente existente” desde una postura realista en la cual mostró
el desenlace como necesario, estos es, dadas las condiciones concretas no
podría ocurrir de otra forma. Sin embargo, los actores del momento no eran
conscientes de esto: a la vez que jóvenes dotados e inquietos como él quedaron
seducidos por la encendida retórica hitleriana –entre ellos el escritor Günter
Grass, quien en sus memorias honradamente encaró este desliz-, otros muchos
abrazaron “un compromiso apasionado con la revolución mundial”[6].
Al internarse en las motivaciones individuales, entra en
juego la contingencia, un asunto teóricamente incómodo para el marxismo, por lo
que Hobsbawm hizo ver la dificultad que esto entrañaba: “cuando más me remonto
al pasado e intento comprender a ese muchacho, desconocido y lejano, llego a la
conclusión de que, si ese niño hubiera vivido en otras circunstancias históricas,
nadie habría previsto para él un futuro de compromiso político apasionado,
aunque casi todo el mundo le hubiera predicho un futuro como intelectual”[7].
Pero la marea política del año de 1932, que arrastraba todo
a su paso, lo urgió a tomar alguna de las opciones disponibles. Finalmente, la
nacionalidad británica, su condición judía y cierta disposición sentimental que
abrigó en Viena lo inclinarían hacia la izquierda. La manifestación callejera,
sobre todo en esos tiempos revueltos, provocaban en los participantes una
sensación cercana al éxtasis, lo que lleva al historiador a ofrecer una
explicación de este paroxismo colectivo: “después del sexo, la experiencia que
combina una actividad corporal y una emoción intensa en grado máximo es la
participación en una manifestación de masas en un momento de gran exaltación
ciudadana”[8]. También, fue entonces que se acercó al marxismo. Desde esta
corriente teórica pensaría la Historia y haría el balance de la Revolución de
Octubre.
Hobsbawm llegó a Londres en 1933 y, un par de años más
adelante, ganaría una beca para realizar sus estudios de literatura en el
King’s College de la Universidad de Cambridge. Se enroló al Partido Comunista
de la Gran Bretaña (pgcb) en 1936 y permaneció en él prácticamente hasta su extinción,
simultánea a la de la Unión Soviética. Con cáustico humor decía que nunca
abandonó el partido “‘porque no quería encontrarse en compañía de todos esos ex
comunistas que se convirtieron en anticomunistas’”. La lista era cuando menos
larga e iba desde el conocido filósofo marxista Lucio Colleti, convertido en
adepto de Berlusconi, como los fundadores del neoconservadurismo estadunidense,
surgidos en las filas de la izquierda radical[9]; esto por no hablar de
itinerarios intelectuales que nos resultan más familiares.
Ahora bien, ¿qué interés podría despertar el comunismo en un
muchacho amante del jazz el cual colonizó su emotividad “convencido de ser
físicamente falto de atractivo… en una vida por lo demás casi monopolizada por
las palabras y los ejercicios del intelecto”? De acuerdo con François Furet,
mientras el fascismo fue en origen una reacción anticomunista, “el comunismo
prolongó su atractivo gracias al antifascismo”. Esto ocurrió, dice Hobsbawm en
la reseña crítica de El pasado de una ilusión (1995), porque los actores
históricos tienen ante sí “un conjunto de probabilidades determinadas por las
opciones socialmente disponibles en circunstancias que les llevaron a
considerar que tenían que decidirse por tales opciones políticas”[10]. Él, como
otros jóvenes de su generación que abrazaron la alternativa comunista, estaban
seguros de que lo que se jugaba en ese momento era el futuro y que la acción
colectiva servía para mucho, que podía definir el curso de los acontecimientos
en una Europa amenazada por la violencia y el irracionalismo fascista. Dentro
de los partidos comunistas todos ellos encontraron la certeza de que
alcanzarían la victoria y vivieron “la experiencia de la fraternidad”, pues, en
su entorno, escribió el historiador, había tal convicción y compromiso hacia la
organización partidaria que ésta era la única “que realmente tenía un derecho
sobre nuestras vidas”[11].
1956 fue importante no sólo para la izquierda internacional
sino para los historiadores comunistas británicos que habían formado su propia
organización al concluir la guerra. La invasión soviética a Hungría disolvió la
Agrupación de Historiadores del Partido Comunista, presidida en ese momento por
Hobsbawm. A pesar de las divergencias dentro del grupo, convinieron en cuestionar
frontalmente la línea partidaria en una carta abierta a la dirección del
partido, dada a conocer por el New Statesman, donde se leía: “’La exposición de
los graves crímenes y abusos en la urss, y la reciente rebelión de trabajadores
e intelectuales contra las burocracias pseudocomunistas y los sistemas
policiales de Polonia y Hungría, han mostrado que los últimos doce años hemos
basado nuestros análisis políticos en una falsa presentación de los
hechos’”[12].
Hobsbawm, junto con Maurice Dobb y A.L. Morton,
permanecieron en el pcgb, en tanto que E.P. Thompson y su esposa Dorothy
Towers, Christopher Hill, Rodney Hilton, Victor Kirenan, Royden Harrison,
George Rudé, John Saville y Raphael Samuel, renunciaron a su militancia. Urgido
en su autobiografía a explicar el porqué de su determinación, Hobsbawm rememoró
los actos de abnegación y genuino compromiso de no pocos de sus camaradas: “Si
no abandoné el partido en 1956 fue, entre otras cosas, porque el movimiento
producía ese tipo de hombres y mujeres”[13]. Con los años ganaría su simpatía
el Partido Comunista Italiano, al que veía más próximo a sus convicciones
políticas.
No sólo desde posturas liberales o conservadoras se criticó
la lealtad de Hobsbawm al socialismo soviético, si bien La era de los extremos
ofreció una de las explicaciones más convincentes de su colapso; también desde
la izquierda se objetó esta indeclinable lealtad, o cuando menos la
justificación política de la misma, así como la poca atención que tanto en
aquel libro como en su autobiografía dedicó a los procesos de Moscú y a los
crímenes del estalinismo. Perry
Anderson, quien señaló esto en la
magnífica reseña de Años interesantes publicada en el London Review of Books,
reconoció de todos modos que, “introducidas todas las salvedades o excepciones,
la elegía de Hobsbawm a la tradición política a la que dedicó su vida tiene una
dignidad y una pasión que deben suscitar el respeto de todos”[14].
Más allá de las razones políticas, o por haber forjado su
espíritu militante en el periodo de los frentes populares, con las portentosas
solidaridades engendradas por la lucha antifascista y ante la expectativa de la
revolución mundial, hay un elemento de índole personal, destacado por el
historiador del socialismo Donald Swassoon el cual contribuye a comprender la
tozudez comunista de Hobsbawm: éste fue lograr el mayor reconocimiento a pesar
de ir contra la corriente, sin negociar sus convicciones íntimas. Lo cual vale
también con respecto de los dos polos del espectro ideológico: para la derecha,
fue un marxista incorregible; para la nueva izquierda, un ortodoxo
recalcitrante. No obstante, ninguno de sus libros llegó a traducirse al ruso,
lo cual ofrece la medida exacta de su distancia con el marxismo soviético[15].
La suya fue una rebeldía desprovista de los arrebatos bayronianos de E.P.
Thompson, quien renunciaba a lo que fuera a cambio de su libertad, o como saldo
de su ira, pero bastante acorde con quien se sabía desprovisto de una figura
atractiva y dotado a la vez de los atributos suficientes para marchar solo.
Esto, como veremos hacia el final de estas páginas, también estaría muy
presente en la aversión de Hobsbawm hacia las modas historiográficas
provenientes del continente.
No cabe duda que las credenciales intelectuales del
historiador marxista perturbaron a un establishment académico tan conservador
como el británico. De hecho, toda la autobiografía de Hobsbawm transpira la
altivez de quien se sabe más dotado que el prójimo y, al mismo tiempo,
plenamente consciente que los honores siempre le llegaron tarde: no lo
contrataron ni en Oxford ni Cambridge, permaneciendo en el Birkbeck College de
la Universidad de Londres desde 1947 hasta su retiro en 1982; ingresó a las
academias estadounidense y sueca antes que a la Academia Británica, a la que se
incorporó en 1978; tampoco lo invitaron pronto a enseñar en los Estados Unidos,
aunque en los quince años posteriores a su jubilación se incorporó
cuatrimestralmente a la New School of Social Research, de Nueva York. Desde su
“marginalidad”, sin embargo, podía ufanarse que, con el paso de los años, en el
departamento de Historia donde trabajaba fueron “acostumbrándose a los diversos
acentos de extranjeros que le preguntaban por el despacho del profesor
Hobsbawm, al sonido de lenguas no anglosajonas alrededor de mi mesa en la
cafetería, y al gradual acomodo a la vida londinense de investigadores
peruanos, mexicanos, uruguayos, bengalíes o de la Europa del Este”[16].
Comunista en política, Hobsbawm fue marxista dentro del
campo historiográfico convirtiéndose en uno de los clásicos de la “historia
desde abajo”, tan reputada hace medio siglo. Desde esta perspectiva teórica es
que abordó en Años interesantes la crisis de la disciplina surgida con la
posmodernidad. Como hizo con el comunismo, realizó una apasionada defensa de
los métodos de la Historia así como su pretensión de verdad. Tanto la escuela
de los Anales como la historia social británica, que animó la publicación de
Past and Present a partir de 1952, a las que después se agregó la cliometría
estadounidense, fueron los pilares de apoyo de la renovación historiográfica
del segundo tercio del siglo pasado. “Los modernizadores –recuerda Hobsbawm- no
eran en absoluto reduccionistas”; si bien creían “que la Historia debe explicar
y generalizar, sabían perfectamente que no era como las ciencias naturales”.
Sin embargo, “aquéllos que pensaban que habían ganado casi todas las batallas
desde los años treinta se encontraron de pronto nadando contra la corriente”,
de tal forma que, mientras “la ‘estructura’ estaba de capa caída, la ‘cultura’
estaba en auge”[17].
Para Hobsbawm la universalidad discursiva “es la esencia de
toda Historia entendida como disciplina erudita”, sobre la cual los antiguos y
los modernos compartieron “la creencia que las investigaciones de los historiadores,
realizadas siguiendo las normas aceptadas por todos de la lógica y la prueba,
distinguen entre el hecho y la ficción, entre lo que puede ser determinado como
hecho y lo que no, entre lo que es y lo que nos gustaría que fuera”. Esta
“confusión”, por llamarla de alguna manera, es la que vio el historiador
británico detrás del análisis de Hannah Arendt acerca de las revoluciones
(Sobre la revolución, 1963), donde la filósofa judío-alemana consideró a la
“cuestión social” un ideal espurio manipulado por los revolucionarios, pues
“nada podía ser más inútil y peligroso” que pretender liberar a la población de
la pobreza por medios políticos[18].
Cuando comentó este libro en 1965, Hobsbawm señaló que la
alumna de Karl Jaspers sustituía la realidad por un tipo ideal, que no mostraba
ningún interés por los “simples hechos” y que cabía “inferir que cualquier
revolución en la que el elemento social y político juegue un papel destacado se
invalida a sí misma ante la señorita Arendt, quien elimina en mayor o menor
grado toda revolución susceptible de interesar a los estudiosos del tema”. En
un sentido parecido, aunque reconociéndole más méritos que a aquélla, calificó
El Pasado de una ilusión, de Furet, como un producto tardío de la Guerra Fría,
esto es, un texto más atrapado dentro de disputas ideológicas y menos atento a
explicar convincentemente los hechos. Esta vez, parafraseando la onceaba Tesis
sobre Feuerbach, Hobsbawm ironizó: “’Hasta ahora los historiadores sólo se han
preocupado por cambiar el mundo. El problema es interpretarlo’. Sobre todo
cuando efectivamente ha cambiado”[19].
Explicar cómo y por qué se transformó el mundo en el “corto
siglo xx” fue el objetivo del último gran libro del historiador nacido en
Alejandría: La era de los extremos. Tan poderoso análisis de un ingente número
de acontecimientos a escala global y la deslumbrante síntesis lo sitúan como la
obra mayor de su producción intelectual y en el mismo nivel de calidad, rigor,
complejidad y vigencia que La formación de la clase obrera en Inglaterra
(1963), de E.P. Thompson. Separados ambos libros por tres décadas, a los
setenta y siete años de edad el nada precoz Eric Hobsbawm fue quien cosechó
todo lo plantado por la historia social británica, cuyo mejor fruto hasta
entonces lo había producido un vanguardista Thompson con tan sólo treinta y
ocho. La constitución de la clase obrera como sujeto histórico, magistralmente
tratada por Thompson, la cierra Hobsbawm con su muerte como sujeto
revolucionario.
Significativamente, el fracaso del comunismo convirtió la
obra de Hobsbawm en un tributo al marxismo en la medida en que éste podía
explicarla de manera satisfactoria como un episodio amargo del periodo más
luminoso y violento de la historia humana. Introducirse en esa experiencia
colectiva de esperanza, lucha, errores y derrota como un testigo de La era de
los extremos, tratando al mismo tiempo de mantener la distancia para comprender
sus acciones en el contexto en las que se produjeron y evitando la estrategia
escapista de achacar a irreflexivos “pecados de juventud”, o al engaño de una
voluntad externa a la suya, la responsabilidad de las decisiones tomadas, dan
cuenta del calibre de su autobiografía en la que, pese al obscuro final del
milenio, Hobsbawm jamás renegó de lo que siempre fue. Por eso, y a pesar de
todo, todavía convoca a “que no abandonemos las armas, ni siquiera en los
momentos más difíciles. La injusticia social debe seguir siendo denunciada y
combatida. El mundo no cambiará por sí solo”[20].
[1] Eric Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el siglo
xx (Barcelona, Crítica, 2003); Louis Althusser, L’avenir dure longtemps (París,
Editions Stock/IMEC, 1992).
[2] Hobsbawm, Años interesantes, p. 203.
[3] Perry Anderson, Spectrum. De la derecha a la izquierda
en el mundo de las ideas (Madrid, Akal, 2008), p. 298.
[4] Hobsbawm, Años interesantes, p. 62.
[5] Eric Hobsbawm, Cómo cambiar al mundo (Barcelona,
Crítica, 2011), pp. 412-413; Eric Hobsbawm, Historia del siglo xx (Barcelona,
Crítica, 1995), pp. 19, 72.
[6] Günter Grass, Pelando la cebolla (México, Alfaguara,
2007), pp. 43; Hobsbawm, Años interesantes, p. 63.
[7] Hobsbawm, Años interesantes, p. 62.
[8] Ibid., p. 76.
[9] Cit. “Muere Eric Hobsbawm, historiador y pensador
imprescindible del siglo xx”, La Jornada, 2 de octubre de 2012; Hobsbawm, Años
interesantes, p. 328; Priestland, Bandera roja. Historia política y cultural
del comunismo (Barcelona, Crítica, 2010), pp. 507 y ss.
[10] Hobsbawm, Años interesantes, p. 84; François Furet, El
pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo xx (México,
fce, 1995), p. 36; Eric Hobsbawm, “Historia e ilusión”, New Left Review, núm.
4, 2000, p. 160 [edición en español].
[11] Hobsbawm, Años interesantes, p. 131.
[12] Cit. Donald Sassoon, “Eric Hobsbawm 1917-2012”, New
Left Review, núm. 77, 2012, p. 34 [edición en español].
[13] Hobsbawm, Años interesantes, p. 136.
[14] Anderson, Spectrum, p. 307.
[15] Sassoon, “Eric Hobsbawm”, p. 35; Hobsbawm, Años
interesantes, p. 190n.
[16] Hobsbawm, Años interesantes, p. 286.
[17] Ibid., p. 273.
[18] Ibid., p. 271; Hannah Arendt, Sobre la revolución
(Madrid, Alianza, 2004), p. 151.
[19] Eric J. Hobsbawm, Revolucionarios. Ensayos
contemporáneos (Madrid, Ariel, 1978), pp. 285, 289, 286; Hobsbawm, “Historia e
ilusión”, p. 164.
[20] Hobsbawm, Años interesantes, p. 379.
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