Dos son los obstáculos, cuando el trabajo se encuentra bien hecho (cuando se hace mal, pues tiene las críticas que se merece), con los que se encuentra la sociología de la filosofía. En primer lugar, la vinculación cuasi religiosa de ciertos círculos intelectuales (ni mucho menos todos) con sus héroes filosóficos, algo que confirma la idea de Ortega, completamente seria además de muy durkheimiana, de que en todo, también en el pensamiento, se cree como se cree en la Virgen del Pilar. Cuando esos círculos piensan sus opciones intelectuales como si fuesen opciones ético/políticas fundamentales, y como si pensar con las categorías de una personalidad o una doctrina tuviese per se un efecto ético/político salvífico, el dogmatismo tiende a acentuarse. El registro discursivo que producen es verdaderamente singular: comentarios, a veces simples paráfrasis, del autor o la idea preferidos, en los cuales se expresa, sin desfallecer ni una línea, un autético amor sin fisuras. Con esa estructura de argumentación nuestro trabajo, incluso cuando se escribe con evidente cercanía, resulta sospechoso y merecedor de las peores sospechas. Habría que aclarar bien los estratos de ese tipo de pensamiento y de creencia, las condiciones de su éxito, su vinculación con modelos históricos de agrupamientos intelectuales (que nunca se reproducen idénticamente). Son tareas que debería ocuparnos en el futuro a la gente que trabajamos sobre el particular.
Como sucede a menudo, junto a las grandes palabras y las creencias sinceras se entremezclan peleas, comprensibles pero insoportables en el lenguaje de los partidarios de las ideas puras, por los privilegios intelectuales e institucionales. En este sentido, al apartarse de tales modelos de celebración (o de denigración) intelectual, la sociología de la filosofía ayuda, o pretende ayudar, a objetivar todo cuanto se esconde tras los debates filosóficos: precisamente para que estos sean, todo lo filosóficos posibles, exclusivamente guiados por problemas lógicos, teóricos o empíricos... y nada más.
Este obstáculo
condiciona también el acceso a los materiales de trabajo, pues las
barreras
que imponen los guardianes de una doctrina, memoria e idea impiden el
acceso a fuentes a quienes demuestran una mínima voluntad de
objetivación (enseguida codificada como un alineamiento malvado con los
enemigos intelectuales). Este, sin duda, es el proceso más delicado en
el trabajo de campo de un sociólogo de la filosofía: para entrar en un
medio se le exige una fidelidad y cuando (si se hacen bien las cosas) se
demuestra que comprender no es aprobar, y que la imagen que se ofrece
no puede corresponderse con la que los partidarios de algo tienen de
aquello que aman, la simpatía puede transformarse vertiginosamente en su
contrario. Por supuesto las imágenes adoradas tienen, a menudo, más que
ver con los
objetivos terrestres de los adoradores que con la verdadera fidelidad a
la memoria del/lo adorado. Ésta supondría una fidelidad a la genuina
posición en el mundo
de cuanto se describe, e intento de descripción con simpatía
materialista. Esa descripción, cuando se comparten objetivos éticos,
podría ir acompañado de un deseo de reactualización. A todo ello podría
ayudar una sociología de la filosofía como la nuestra, que se quiere absolutamente spinozista
y se separa de los ajustes de cuentas personales o ideológicos: un
estomagante y ruín espectáculo que a veces se disfraza de sociología del
conocimiento y en el cual el comentador se convierte en un superyó
tiránico de quien comenta. Cuando la sociología de la filosofía es
incapaz de encontrar un tono de comprensión sin aprobación o desdén,
algo no marchó bien en la escritura y en el balance intelectual de lo
explicado, siempre extremadamente delicado.
El
segundo obstáculo es la depreciación del pensamiento en español. Y es que si nos hubiéramos concentrado, por
ejemplo, en el pensamiento francés, la opción no tendría más riesgos que
los derivados del primer tipo de obstáculo. No voy a describir, porque
ya lo he hecho, la dinámica de importación que caracteriza a los campos
dominados, con todos los errores de alodoxia (el término es de
Bourdieu): confusión del significado de algo porque se le aplican
categorías de una doxa, una visión, distinta. Esa dominación, además,
cumple su propia profecía: tiende, con la pelea por las importaciones,
por la mejor importación o el mejor intérprete, a convertir el trabajo
intelectual en una simple terminal de los movimientos de la metrópolis.
Pues incluso aunque lo pensado en español fuese tan malo como algunos
creen (hay miles de trabajos, entre otros los de nuestro grupo de
investigación, para comprender lo ridículo de la tesis) enfrentarse a
ello con claridad impediría reproducirlo -mientras
uno cree que lo rechaza. Porque esa tradición, con sus instituciones,
sus reglas explícitas e implícitas, sus currículos manifiestos y
ocultos, sus problemas prioritarios y marginados, sus redes celebradas o
malditas, es la que ha formado nuestro espacio intelectual, nuestro
inconsciente, nuestra historia: y nos sigue conduciendo como sonámbulos
cuando creemos estar hablando en debates de Berlín, París o Nueva York.
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