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sábado, 18 de marzo de 2017

Retorno a un mito demófobo



Entre el 403 y el 399, la democracia ateniense vivió ante dos exigencias. La primera, el recuerdo de la tiranía de los Treinta. La segunda, la imposibilidad de acusar a nadie de las tropelías durante el régimen de terror. Trasíbulo y Anito, jefes de los demócratas, decretaron una ley de amnistía. La ciudad necesitaba olvidar. 
Sin embargo, no se olvidaba aunque no se pudiera llevar a nadie a juicio, so pena de graves consecuencias legales, por sevicias cometidas durante el gobierno de los Treinta. La democracia del siglo IV perseguía duramente las acusaciones espurias, también las dirigidas contra los enemigos de la democracia. Pese al mito del "siglo de Pericles", fue ese el gran momento garantista de la democracia ateniense. 
Los oligarcas derrotados, ya sin apoyo espartano, fueron exiliados a Eleusis. Mas nadie se quedó tranquilo: el pretexto de su rearme llevó a liquidarlos en el 401. Es una época donde en los tribunales se recuerda a menudo cómo se comportó el acusado durante el régimen sectario, aunque se le acuse de otra cuestión. Particularmente significativos eran los procesos de impiedad, ya que la religión y política se encontraban íntimamente conectadas en la memoria del pueblo; especialmente en aquellos años, cuando podía situarse a los Treinta dentro de una secuencia muy específica. ¿Cuál? En el 415, antes de la catastrófica expedición a Sicilia, se habían decapitado los Hermes en Atenas. Esa expedición fue espoleada por Alcibiades. Las últimas páginas de Tucídides describen al conservador Nicias cayendo como un patriota, aunque él se había opuesto a la campaña. Mientras tanto, el favorito de la elite ateniense se pasaba al enemigo. La burla de la religión —una religión cívica, con sus magistrados elegidos por sorteo— era algo común entre los enemigos de la democracia. La falta de piedad con aquella tendía a ir unida a una movilización feroz contra esta. En el año 399 se conocen al menos dos procesos por impiedad, uno de los cuales (incoado contra Andócides) hacía claramente referencia a los acontecimientos de 415.
En el otro gran proceso por impiedad, el de Sócrates, el jurado quizá se enfrentaba a una acusación formulada bajo una categoría técnica del derecho (introducción de nuevos dioses en la ciudad). Pero tal vez se juzgase otra cosa. Los jueces en Atenas disponían de una gran capacidad de interpretación en un derecho menos codificado y dogmático. Además, por impiedad podía caracterizarse un tipo de prácticas sociales enemigas tanto de la religión como de la vida social. Acoger a un parricida podría provocar un delito de impiedad. Frecuentar a enemigos de la religión y la democracia también. Algo muy delicado si entre tus amigos se encontraban los protagonistas de la traición del 415, el golpe del 411 y el terrible régimen del año 403, un régimen que incluso asustó al muy conservador sobrino-nieto materno de su jefe más conocido. 
Porque en tales círculos se trababan relaciones muy intensas. Los sofistas enseñaban gracias al dinero. De ese modo, objetivaban los servicios prestados y permitían la independencia psicológica, que tanto bien hace a la igualdad entre los individuos (Simmel tiene páginas fundamentales sobre el particular). Idéntico proceso de objetivación del don ocurría a nivel de la administración de la ciudad. El sistema de liturgias, suerte de impuesto jurídicamente garantizado, permitía a los potentados brillar por sus generosidad con la polis; siempre, y eso era fundamental, bajo canalización y coacción del poder público. 
Los afectos que se profesaban los enemigos de la democracia nunca fueron tan vulgares ni se dejaban aprehender en marcos utilitarios. Su referente se instalaba en la más absorbente de las lógicas, la del don: y un don nunca se devuelve del todo. ¿Cómo quedarse en paz con un maestro que te da todo tu saber? Casi resulta más difícil, sin duda es más difícil, que hacerlo con un patrón magnánimo en dineros y regalos. Ridiculizar el dinero es la marca de todos los sectarios. El dinero permite objetivar los servicios y quedarse en paz; la ausencia de contraprestación por un servicio solo puede saldarse con una entrega absoluta y permanente. (Solo un inciso: esto no agota el interés de la razón erótica socrática, asunto del que me he ocupado aquí.)
Bien: en el 399, Sócrates fue acusado de impiedad y de corromper a los jóvenes; todo ello en un marco en que muchos de sus jóvenes amigos, sobre los que gozaba de enorme ascendencia, habían sido responsables de crímenes continuados y particularmente traumatizantes. La persona acusada seguía, nos lo cuenta su discípulo Jenofonte, expandiendo sofisterías (su querida comparación ridiculizadora entre sortear un cargo público con sortear un técnico es eso: la peor sofistería) acerca de la maldad de la democracia y confundiendo acerca de sus procedimientos. Mogens Hansen, que también estudió el proceso, concluyó que el tribunal de Atenas votó honorablemente, dado además el comportamiento provocador del acusado. Paulin Ismard reconstruye la historia con detalle y claridad, iluminando especialmente sobre la vertiente religiosa de la acusación, sobre el encuadre jurídico del proceso y sobre los rasgos políticamente inquietantes de la pedagogía socrática. 
Libros como L'Événement Socrate (París, Flammarion, 2013) deberían modificar radicalmente la manera de enseñar la historia de la filosofía. Y ayudarnos a pensar cómo lleva mucho tiempo fundada en un mito demófobo: el asesinato del librepensador inocente por la chusma totalitaria. La construcción a lo largo de los siglos de dicho mito es otro de los grandes servicios que presta Paulin Ismard a nuestra conciencia histórica y a nuestra claridad intelectual. 

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