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miércoles, 16 de enero de 2013

Conferencia de Alejandro Estrella en el Seminario "Campo político-campo filosófico"

 
 
Los pasados 29 y 30 de noviembre de 2012, el Área de Filosofía de la Universidad de Cádiz y el Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón organizaron el Seminario "Campo político-campo filosófico", dirigido por José Luis Moreno Pestaña y Javier Zamora Bonilla.
Nuestro compañero Alejandro Estrella participó con la conferencia: “Ortega transterrado. Recepción de la Escuela de Madrid en México”. A continuación reproducimos el texto de la charla. 


¿En qué términos cabe tematizar el problema de la recepción de ideas filosóficas? Sin necesidad de remontarnos al Tratado Teológico-Político de Spinoza, la hermenéutica gadameriana -con su insistencia en la necesidad de entender la fusión de horizontes entre escritor y lector que da lugar al acto de comprensión- constituye uno de los intentos más clarividentes de la filosofía contemporánea por entender este fenómeno.   De esta rica tradición parten enfoques como la estética de la recepción de Iser y Jauss en el ámbito de la crítica literaria o la Begriffsgeschichte de Kosselleck en el de la historia intelectual. En este campo destacan por otro lado las aportaciones de la Escuela de Cambridge, con las figuras de Skinner y Pockco quienes, retomando la tradición de Austin y Searle, reinterpretan el problema de la recepción de ideas políticas y filosóficas en términos pragmáticos, como actos del habla en contextos lingüísticos determinados.
            Por razones obvias, tampoco para la sociología de la filosofía el problema de la recepción de ideas filosóficas es nuevo. Basta mencionar la caja de herramientas que nos ofrecen los estudios de Pierre Bourdieu sobre las bases sociales del gusto o el consumo de bienes culturales para confirmar este punto. Trabajos como los de Louis Pinto sobre la recepción del pensamiento nietzscheano en suelo galo recorren esta línea abierta ya por el sociólogo francés.  Por otro lado cabe destacar la noción de coaliciones en la mente utilizada por Randall Collins para explicar la forma en la que las ideas filosóficas trasmitidas a través de una determinada cadena de rituales se ponen a disposición de los intelectuales para ser utilizadas en futuros encuentros. Finalmente Martin Kush nos remite a las diferentes formas de sociabilidad características de los marcos institucionales para explicar como se transmiten las ideas filosóficas.
Por razones que expondré a continuación mi enfoque sobre la recepción de la Escuela de Madrid en México se situará en este marco de la sociología de la filosofía. Para presentarles este enfoque me gustaría comenzar sin embargo realizando una distinción entre el concepto de recepción y el de influencia intelectual. En ambos casos estaríamos hablando de un proceso de incorporación de nuevas ideas. Ahora bien, en el caso de la recepción, que es el que aquí nos interesa, esa incorporación tiene lugar en un marco intelectual distinto a aquel en el que las ideas se produjeron, introduciendo algún tipo de corte en el flujo de capital intelectual que recorre la cadena generacional. Este sería, por ejemplo, el caso de Ortega al importar las redes filosóficas alemanas al contexto hispano o el de la Escuela de Madrid al campo de la filosofía mexicana de los años 30 y 40.
            Debemos aclarar aquí tres cosas. Primero, que la recepción entendida en estos términos –y tal y como ya nos han enseñado los autores a los que me he referido al principio de mi intervención- supone un ejercicio creativo por parte del receptor, un uso en función de su bagaje, sus expectativas y las circunstancias en las que se incorporan las nuevas ideas. Segundo, bagaje, expectativas o circunstancias no pueden entenderse exclusivamente en términos lingüísticos o como meras relaciones de sentido. La reconstrucción de las condiciones sociales de posibilidad debe acompañar al análisis del marco textual que permite la recepción. Tercero, no basta con apelar al auxilio de la sociología de la filosofía. Los procesos de recepción intelectual suelen resultar el efecto combinado de una actividad de importación y una de exportación; en otras palabras, de la adecuación entre una oferta y una demanda que encuentra en las conexiones internacionales de los pensadores y en las instituciones que estos forjan, el medio adecuado para consumar el proceso. Dado que la oferta y la demanda se originan en circunstancias sociales y textuales diversas que afectan al uso y al sentido de las ideas, el estudio de la recepción filosófica debería implicar una suerte de historia comparada.
Sin entrar a discutir por qué los historiadores de la filosofía no suelen leer a los clásicos de la historiografía, me gustaría apelar aquí a la figura de Marc Bloch. Ya en la década de los 20 del siglo pasado, Bloch se pronunciaba a favor de una comparativa controlada metodológicamente, distinguiendo entre comparación como facultad intelectual del ser humano y método comparativo como técnica racional de investigación. Recordemos que para Bloch existían dos tipos de métodos comparativos: el restringido y el ampliado. Este último consistía en comparar unidades históricas los suficientemente alejadas en el tiempo y el espacio como para suponer que no había habido contacto entre ellas, de forma que el análisis contribuyera a arrojar claves para una suerte de antropología histórica. El método restringido, en cambio, partía de la observación de fenómenos similares en ámbitos que podían haber tenido algún tipo de contacto con el fin de identificar si estas similitudes –y las diferencias concomitantes- tenían un mismo origen, eran producto de influencias recíprocas o procedían de similitudes evolutivas. La comparación restringida, amén de gozar de una aplicación empírica mayor, es la más adecuada para estudiar los procesos de recepción de ideas y sus canales.
Heredero de la escuela durkheimniana, Bloch consideraba esencial al método comparativo elaborar unidades de análisis que rompieran con los datos suministrados por el registro histórico. En este sentido, para comprender un fenómeno de recepción intelectual deberíamos crear un objeto teórico como sistema de relaciones que, rompiendo con la evidencia empírica, permitiera identificar las semejanzas y diferencias que determinaron la forma en la que tuvo lugar la recepción.
            La filosofía comparada que se realiza hoy día no nos ayuda demasiado a una comprensión de los procesos de recepción en los términos que he presentado. Un recorrido por las producciones de esta disciplina arroja un panorama temático centrado en el análisis comparado de “civilizaciones filosóficas” (la comparación amplia de Bloch), en el que además no suele llevarse a cabo una ruptura metódica con las unidades del registro filosófico (v.g. comparando la filosofía china y la filosofía griega o el concepto de alma en Mencio y Aristóteles). Trabajos como los de Randall Collins, los de Fritz Ringer o Christophe Charle son en este sentido una excepción.
            En nuestro caso, el objeto teórico que hemos construido responde a tres variables: el grado de autonomía del campo filosófico, la problemática específica del campo y la morfología de las redes filosóficas. Por una cuestión de tiempo no voy a tratar en profundidad cada una de estas variables. Para el primer caso solo señalaré que en otros trabajos he creído oportuno, en una línea similar a la de Christophe Charle, considerar el grado de autonomía del campo como la variable clave de la comparativa, si bien, a diferencia del historiador francés, elaborando el tipo ideal de campo completamente autónomo que, en calidad de tertium comparationis, permita medir el grado de autonomía, en este caso, de los campos filosóficos español y mexicano. Por otro lado, la problemática específica como espacio de discusión no solo contribuye a definir la frontera del campo filosófico sino que también define el marco significativo en el cual se ponen en uso las categorías e ideas filosóficas. La comparativa entre problemáticas contribuye a entender entonces las similitudes y diferencias en torno a estos usos. Finalmente, la morfología de las redes filosóficas, las tomas de posición en relación al campo de las problemáticas legítimas, nos remitirá a la estructura generacional que caracteriza a cada unidad de comparación. Para descargar al concepto de generación de ciertos sesgos sobre los que no hablaré ahora, me he apoyado en la propuesta de Mannheim quien dicho sea de paso, también construye el concepto de generación a partir de un tipo ideal de sociedad sin generaciones.  
            Quizás en el debate podamos discutir algunos de estos conceptos. Pasemos ahora a exponer brevemente como contribuyen a explicar el caso que nos ocupa.  
Como todos sabemos el periplo de la Escuela de Madrid comienza en España en los años 10. En México, la primera recepción tendrá lugar a medidos de la década de los 20 con la llegada a tierras aztecas de la Revista de Occidente. Según Octavio Paz, hacia 1925, la Revista de Occidente impregnaba buena parte del ambiente intelectual, no solo mexicano sino de toda América Latina.
            Comparado con el estadio anterior, estas fechas se corresponden con el inicio de un proceso de conquista de autonomía intelectual. En ambos casos, esa conquista de es resultado de dos eventos: una reforma escolar y académica que parte de una fracción de las propias elites intelectuales y una transformación de la estructura social y en consecuencia de la posición de clase de los intelectuales que, podríamos decir, emerge como grupo con conciencia de clase. En España, la hegemonía que alcanzan las redes laicas (especialmente el nódulo institucionista) a costa de las redes católicas enlaza con la retórica del regeneracionismo y permite introducir ciertas reformas que afectan tanto a la educación básica como a la superior, generando condiciones favorables para el incremento y fortalecimiento de un mercado intelectual. En el caso mexicano, estas reformas que introduce desde el gobierno porfirista el Secretario de Educación Justo Sierra se centran fundamentalmente en la educación superior, con la fundación de la Universidad Nacional y de la Escuela de Altos Estudios. Justo Sierra, representante de un positivismo crítico se enfrentaría a la oposición de los positivistas más dogmáticos y de los intelectuales católicos.
Por otro lado, debemos considerar las transformaciones sociales que conducen a la eclosión de esa posición desde la que los intelectuales se constituirán como grupo diferenciado. Un factor clave destaca en el panorama español desde comienzos del nuevo siglo: la emergencia de un nuevo tipo de clase media urbana  que contribuirá a romper lenta pero inexorablemente los equilibrios del turno político. Una nueva generación intelectual que vive en primera persona el enroque de la elites políticas y la revitalización del movimiento obrero encuentra en esta nueva clase media, emergente y reformista, su nicho natural de origen y destino. Como resultado, la figura del intelectual como expresión de unos intereses diferenciados de las redes políticas se hace más nítida.
En el caso mexicano el evento clave sin duda es la Revolución. De los efectos que produjo este terremoto destacaremos dos: una progresiva erosión del elitismo escolar que caracterizaba al porfiriato y la transformación del intelectual en un funcionario depositario de los valores universales que hacía suyos la Revolución. La relación con el proceso revolucionario y con las clases populares constituirá el horizonte compartido por la inteligencia mexicana de la década de los 20.
            El debate sobre la función del intelectual que se genera dentro de la intelectualidad española y mexicana  –lo cual denota el desarrollo de cierta autoconciencia de grupo- está condicionado por las peculiaridades del proceso que la origina. En el caso español, siguiendo en este punto a Santos Juliá, podemos encontrar 5 posiciones que surgen progresivamente desde los años 10 hasta los 30. En los 10 se discute sobre si el intelectual debe intervenir en la vida pública de forma individual o de forma colectiva, mediante una asociación de intelectuales que contribuya a generar conciencia social. En los años 20, surge la posibilidad de un retraimiento a las funciones específicamente intelectuales o bien la formación de un partido político liderado por intelectuales. En los 30 se discute sobre la subordinación del intelectual al servicio de una causa política.
En el caso mexicano la secuencia varia. Me extenderé un poco más aquí ya que puede resultarles una historia menos familiar.  Durante el gobierno del general Obregón y la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos (entre 1921 y 1924) se inicia un periodo de intensa colaboración entre intelectuales y gobierno que adquiere, a nivel de la educación básica, las características de un autentico apostolado pedagógico; y que supone en la educación superior una consolidación de las reformas de Justo Sierra. Este clima se enrarecería con el ascenso al poder de Elías Calles, la renuncia de Vasconcelos y las ambiciones políticas que comenzaron a mostrar algunos de los miembros de la hermandad intelectual. En este marco, salta a la palestra una reflexión explícita sobre el papel del intelectual en el proceso revolucionario en términos, fundamentalmente, de autonomía creativa y libertad académica. Las posiciones serán 4. Por un lado, los intelectuales marxistas defienden la necesidad de supeditar el trabajo intelectual a las urgencias del proceso revolucionario y promueven la ley que impone el socialismo como ideología educativa oficial.  Frente a esta posición, figuras como Antonio Caso –el gurú de la filosofía mexicana del momento- reivindica la autonomía intelectual y el papel de la inteligencia para corregir desde su espacio natural (el aula) los excesos de la Revolución. Por otro lado, José Vasconcelos quien aglutina en torno a su candidatura a la presidencia a un potente movimiento estudiantil representa una suerte de sofocracia encaminada a civilizar la barbarie de la clase política mexicana. Nos interesa especialmente la cuarta posición. Esta se encuentra representada por figuras como Gómez Morín y Cossío Villegas quienes, en este contexto polémico llevan a cabo una primera recepción de la obra orteguiana privilegiando los aspectos, que como ocurría con el concepto de generación, de técnica o de minoría selecta,  contribuían a definir el papel del intelectual en el proceso revolucionario, en este caso, como grupo capaz de orientarlo mediante la creación de una generación tal y como había sido tematizada por Ortega en El tema de nuestro tiempo.
Ahora bien, el incremento de la autonomía intelectual y las sinergias que lo alimentaron constituyeron tanto en México como en España la base sobre la que se desarrolló un campo filosófico como espacio intelectual distintivo, profesionalizado y conectado con los circuitos internacionales. En España, Ortega y la Revista de Occidente serán dos de los principales agentes de este proceso. Ambos contribuyen a  elevar las competencias técnicas y capitales específicos exigidos para ser reconocido como filósofo competente -lo cual, dicho de paso, no quiere decir que la filosofía “se haga pura” sino que la cantidad y calidad de los recursos necesarios para hablar competentemente en el campo filosófico (v.g. recursos científicos) se incrementa-. En otras palabras, la supeditación del pensamiento a las exigencias temporales e ideológicas de las familias políticas y de la Iglesia se relaja. Apertura hacia los debates específicamente filosóficos que tienen lugar en focos internacionales, el dominio de lenguas extranjeras o la extensión de nuevos tipos de interacciones -como el seminario de investigación o el artículo especializado- son conquistas a las que contribuye de manera decisiva la Escuela de Madrid: durante los años 30, los alumnos de Ortega no harán sino profundizar estas líneas ya abiertas por el maestro.
La secuencia mexicana está marcada por el dominio del positivismo durante el estadio anterior. La filosofía había sido eliminada de los planes de estudio con la reforma de 1867. Antonio Caso introduciría diferentes materias de contenido filosófico y promovería en 1924 la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras, en la que se regularía la docencia de estas materias. 
Por otro lado, a partir de 1927 se suceden una serie de debates entre Antonio Caso y antiguos alumnos suyos, en los que estos señalarían algunas de las carencias de la filosofía del maestro. Estas carencias apuntaban precisamente hacia la falta de profesionalización de la disciplina, tal y como era practicada por Caso. Samuel Ramos fue uno de los protagonistas de esta ruptura generacional. Próximo al grupo literario de los Contemporáneos –cuya revista homónima copiaba el formato de la Revista de Occidente- reivindica una lectura intelectual y filosófica de Ortega alejada de la recepción “mundana” que habían llevado a cabo los Morín y Cossío en el debate sobre el papel de los intelectuales en la Revolución. El circunstancialismo y el perspectivismo así como la psicología colectiva y la filosofía de la cultura constituirían –amén de la ambición de profesionalización de la filosofía- el fondo de recursos desde el que Ramos polemizaría con Caso.
Ramos constituye pues la punta de lanza de esa nueva generación de filósofos que formada en las aulas de Caso sería la encargada, ya en la década de los 40, de incrementar la profesionalización y la internacionalización de la filosofía mexicana, mediante la creación de instituciones adecuadas para el desarrollo de la investigación filosófica y la introducción de nuevas prácticas y recursos que redundaron en un incremento de esa autonomía. En este sentido, la llegada del contingente del exilio vino a contribuir de forma decisiva a este proceso ya en marcha. La forma exitosa en la que la Escuela de Madrid se inserta en los circuitos filosóficos mexicanos debe entenderse como resultado del encuentro entre dos poblaciones de filósofos profundamente implicadas con la conquista de autonomía del campo filosófico. 
Hasta aquí, cómo la variable de la autonomía intelectual y filosófica contribuye a explicar condiciones de recepción del orteguismo en México. Nuestra segunda variable se refiere a la problemática específica que daba cierta cohesión a cada uno de esos universos intelectuales. En el caso español, la formación de la Escuela de Madrid debe situarse en el ámbito de una transformación del orden del día filosófico.  En el estadio anterior -y como refracción de los equilibrios de fuerza entre las familias políticas del turno- dos problemas principales ocupaban el centro de atención: la relación entre la fe y la razón y el problema de la ciencia positiva. 
La crisis del 98 y el regeneracionismo introdujo tres nuevos problemas que, si bien habían flotado en el orden del día del estadio anterior no se habían convertido en temas con rango propio: el problema de España, el de la educación y el ya referido del papel del intelectual. Frente a estas problemáticas ideológicas irrumpieron otras específicas, propias del debate filosófico que estaba teniendo lugar en Europa como resultado de la crisis de la razón naturalista y el paradigma de la ciencia positiva: ¿es posible una refundación de la razón sobre nuevas bases o debe en cambio abandonarse el proyecto de la racionalidad? ¿qué papel ha de desempeñar la filosofía ante el desarrollo de una nueva ciencia alejada de las bases realistas de la ciencia decimonónica? ¿cómo encarar el desafío que supone el desarrollo de las ciencias históricas?
En pocas palabras, la solución que ofrece Ortega a este campo problemático pasa por entender el problema de España en términos de un atraso técnico con respecto a Europa y su solución por el incremento de las competencias científicas y culturales, especialmente entre una elite intelectual capaz de cumplir con su papel generacional.  Y para llevar a cabo esta labor, esa elite debía situarse a la altura de los tiempos, lo que filosóficamente hablando suponía superar las antinomias del racionalismo y el irracionalismo a través de los dictados de una razón  vital o histórica. Los discípulos de Ortega interpretarían este programa de forma diversa según capitales específicos, expectativas y trayectorias, si bien compartían su tronco común.
Cuando en la década de los 20 se produce la primera recepción de Ortega en México, Antonio Caso ocupa el centro de atención filosófico. Recordemos que su programa se desarrolla en diálogo con el positivismo menguante. Apoyándose en unas disposiciones religiosas heterodoxas y en una sólida formación humanista, Caso abogaría por una rehabilitación de la metafísica que, considerando el giro kantiano y apoyándose en Schopenhauer, Bergson y James, adoptaría el rostro de un irracionalismo de corte cristiano. La filosofía, cuyos objetos ideales la constituyen como saber independiente de la ciencia, es concebida por Caso como una empresa existencial de salvación; empresa que en su vertiente política implica la constitución de una democracia a través, no de la imitación de fórmulas foráneas, sino de propuestas genuinas adaptadas a la circunstancia mexicana.
Este será el campo problemático en el que se forja toda una joven generación de filósofos cuyo desafío será, precisamente, desarrollar una alternativa al programa del maestro. De este modo, frente a la metafísica irracionalista de Caso, se introduce como tema de discusión la reconstrucción de la razón, ya desde enfoques metafísicos o antimetafísicos, ya desde una posición específicamente filosófica o desde el diálogo con las ciencias naturales y sociales. Esta rehabilitación de la racionalidad va a situar en un primer plano el problema de la relación entre razón e historia y entre filosofía y ciencia positiva, adquiriendo un perfil específico en un ámbito nuevo: el de la axiología y, de forma específica, el de la axiología jurídica y su relación con el derecho positivo. Por otro lado, la reflexión sobre el ser mexicano y el problema de la autenticidad de la cultura azteca se encuentra presenta a través de la figura de Samuel Ramos.   
Este marco problemático condiciona la favorable recepción de los miembros de la Escuela de Madrid que encararon la senda del exilio. Su aportación consiste en dotar de una orientación específica a esta serie de problemas que encuentran a su llegada a México. El debate sobre la relación entre historia y filosofía se desarrollará, por un lado, a partir de la vía fenomenológica dando lugar, en estrecho contacto con las ciencias sociales, a una historia de las ideas que engarza con la preocupación de Caso por las tradiciones intelectuales autóctonas. Por otro lado, siguiendo la senda del existencialismo heideggeriano y enlazando con la obra de Ramos, dando lugar a lo que se conoció como la filosofía de lo mexicano; proyecto que pretendía explorar los existenciales propios del ser mexicano y evaluar la posibilidad de desarrollar una autentica filosofía mexicana. Finalmente, a través de Recasens Siches, el problema de la relación entre axiología y derecho positivo se desarrollará a partir de esa particular reelaboración de la razón histórica que responde a la lógica de lo razonable; apuesta que competirá en el nuevo campo de la filosofía del derecho azteca con la de los neokantianos, neotomistas y cientifistas. 
            Pasemos ahora a la tercera variable que contribuye a explicar el modo en el que tuvo lugar esta recepción: la estructura generacional que caracterizaba a ambos universos intelectuales. Si comparamos ambos universos, el elemento más característico es el diferente peso que adquieren los conflictos generacionales a la hora de generar creatividad intelectual: en el caso mexicano estos conflictos resultan mucho más decisivos.
En la década de los 10 el campo filosófico hispano se encuentra estructurado por tres complejos generacionales. Uno, saliente, que había dominado la vida intelectual del último tercio del siglo XIX (los Salmerón, Giner o Menéndez Pidal). Otro, que se había consagrado como resultado de la progresiva desintegración del estadio político e intelectual anterior, de las reformas emprendidas por la red institucionista y por la constitución de una nueva disposición vivencial que desnaturalizaba los problemas heredados de la generación anterior. Finalmente, un tercero en formación que eclosiona ya en los años 30 y en el que se sitúa el contingente del exilio filosófico. La mayor creatividad intelectual durante los años 10 y 20 se produciría dentro del segundo complejo generacional. Este estaba polarizado en cinco unidades generacionales. Por un lado, los herederos de las redes católicas; por otro los de las redes laicas, que se habían subdividido a su vez en tres nódulos: uno literario, que podemos considerar como precursor y que apostaba por una metafísica irracionalista de tintes religiosos (el 98); otro formado en las aulas de la institución y que privilegiaría fundamentalmente los problemas de la ética, de la filosofía de la educación y de la filosofía del derecho; y un tercero al que representan Ortega y Morente y que se forma, como por todos es sabido, a partir de la fusión de esta herencia con las redes de la filosofía germana. Finalmente cabría mencionar a la Escuela Barcelona, que emerge a finales de la década de los 20 de la evolución semiautónoma de las redes catalanas. El futuro contingente de exilio se forma en ese nuevo marco filosófico que compaña a la consagración de la empresa orteguiana. Lo que antes podía considerarse una excepcional particularidad filosófica pasaba a constituirse como requisitos de ingreso y consagración, al menos en los círculos filosóficos más creativos. La nueva generación, hija de este estadio filosófico, comienza no obstante desde mediados de la década de los 30 a mostrar cierta independencia creativa con respecto al maestro: Zubiri, Gaos, Recasens representan entre otros esta tendencia.  
Pasemos ahora a México. Como hemos señalado, los conflictos generacionales entre los intelectuales mexicanos resultan más decisivos, debido a que los cambios en las formas de acceso al mundo intelectual son mucho más radicales que en España. La Revolución, por ejemplo, acelera de manera drástica la transición generacional que estaba teniendo lugar a principios de siglo. Desde mediados de la década de los 10, Caso y Vasconcelos –si bien por una serie de contingencias que conciernen a su toma de posición política durante la contienda- no solo se han consagrado como las grandes figuras intelectuales del momento sino que promueven a toda una joven generación que aprovecha la criba revolucionaria.
Ambas generaciones desarrollan actitudes opuestas hacia el quehacer filosófico que tienen su origen en contextos políticos e intelectuales diversos y en la nueva demanda de bienes filosóficos que de estas nuevas condiciones se derivan.  A diferencia del complejo generacional en el que se sitúan los Caso y Vasconcelos, la nueva generación experimenta la etapa militar de la Revolución durante sus años formativos lo que les impide, a diferencia de sus mayores, intervenir como protagonistas en alguno de los bandos enfrentados. El salto a la vida pública de este complejo generacional tendrá lugar a partir de 1920, cuando la Revolución comienza a tomar la senda de la institucionalización y la construcción del aparato estatal. Como consecuencia, el mundo intelectual mexicano se encontrará cada vez menos sometido a la demanda de bienes de salvación y más a la exigencia de competencias técnicas y  de una mayor reflexividad y serenidad de la labor intelectual.
En este contexto intelectual y político,  la propuesta de Ortega no dejaría de mostrarse sumamente atractiva frente a la que ofrecían los ateneístas (la generación de Caso y Vasconcelos). No debe de resultar extraño que -a excepción de Alfonso Reyes,- ninguna de las grandes figuras del Ateneo se declarara devota del filósofo madrileño. Apelar a Ortega como hizo Samuel Ramos o los Contemporáneos frente a Caso, o Gómez Morín frente a Vasconcelos era una apuesta cargada de contenido generacional. El viaje iniciático fuera de México y la progresiva la sustitución de la influencia filosófica gala por la germana deben entenderse también como rasgos definitorios del “nuevo” tipo de filósofo mexicano.
Por otro lado –y con esto finalizo- la recepción del exilio filosófico puede leerse también en términos generacionales. Cuando se produce el encuentro, ambos grupos se encuentran en un momento de su trayectoria similar: en vías de consagración, en el marco de un espacio de atención que aún no se encontraba saturado y de un campo en pleno desarrollo institucional.  Por otro lado, el diálogo generacional entre los nuevos filósofos mexicanos y sus maestros del Ateneo actúa como un catalizador del encuentro entre ambas poblaciones. Profesionalización, internacionalización, rehabilitación de la razón aun desde posiciones críticas, la reflexión sobre la circunstancia nacional, entre otros elementos, conforman un fondo compartido de recursos que adquiere en el caso mexicano un claro perfil generacional y que facilita la recepción del exilio.
Debo terminar sin embargo advirtiendo contra el peligro de recaer en una historia idílica de este proceso. Un estudio ponderado de esta recepción debe considerar los conflictos entre la propia población del exilio, por ejemplo, sin ir más lejos, en torno la figura de Ortega (véase Gaos  contra Nicol); o entre la población del exilio y ciertas unidades generacionales mexicanas (como los neokantianos contra Recasens, o los hiperiones -alumnos de Gaos- contra la filosofía científica de Máynez). Pero esta ya es otra historia. Muchas gracias. 

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