Los pasados 29 y 30 de noviembre de 2012, el Área de
Filosofía de la Universidad de Cádiz y el Centro de Estudios Orteguianos de la
Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón organizaron el Seminario
"Campo político-campo filosófico", dirigido por José Luis Moreno
Pestaña y Javier Zamora Bonilla.
Nuestro compañero Alejandro Estrella participó con la
conferencia: “Ortega transterrado. Recepción de la Escuela de Madrid en México”.
A continuación reproducimos el texto de la charla.
¿En qué términos cabe tematizar el
problema de la recepción de ideas filosóficas? Sin necesidad de remontarnos al Tratado Teológico-Político de Spinoza,
la hermenéutica gadameriana -con su insistencia en la necesidad de entender la
fusión de horizontes entre escritor y lector que da lugar al acto de
comprensión- constituye uno de los intentos más clarividentes de la filosofía
contemporánea por entender este fenómeno.
De esta rica tradición parten enfoques como la estética de la recepción
de Iser y Jauss en el ámbito de la crítica literaria o la Begriffsgeschichte de Kosselleck en el de la historia intelectual.
En este campo destacan por otro lado las aportaciones de la Escuela de
Cambridge, con las figuras de Skinner y Pockco quienes, retomando la tradición
de Austin y Searle, reinterpretan el problema de la recepción de ideas
políticas y filosóficas en términos pragmáticos, como actos del habla en
contextos lingüísticos determinados.
Por
razones obvias, tampoco para la sociología de la filosofía el problema de la
recepción de ideas filosóficas es nuevo. Basta mencionar la caja de
herramientas que nos ofrecen los estudios de Pierre Bourdieu sobre las bases
sociales del gusto o el consumo de bienes culturales para confirmar este punto.
Trabajos como los de Louis Pinto sobre la recepción del pensamiento
nietzscheano en suelo galo recorren esta línea abierta ya por el sociólogo
francés. Por otro lado cabe destacar la
noción de coaliciones en la mente utilizada por Randall Collins para explicar
la forma en la que las ideas filosóficas trasmitidas a través de una
determinada cadena de rituales se ponen a disposición de los
intelectuales para ser utilizadas en futuros encuentros. Finalmente Martin Kush
nos remite a las diferentes formas de sociabilidad características de los
marcos institucionales para explicar como se transmiten las ideas filosóficas.
Por razones que expondré a continuación mi
enfoque sobre la recepción de la Escuela de Madrid en México se situará en este
marco de la sociología de la filosofía. Para presentarles este enfoque me
gustaría comenzar sin embargo realizando una distinción entre el concepto de
recepción y el de influencia intelectual. En ambos casos estaríamos hablando de
un proceso de incorporación de nuevas ideas. Ahora bien, en el caso de la
recepción, que es el que aquí nos interesa, esa incorporación tiene lugar en un
marco intelectual distinto a aquel en el que las ideas se produjeron, introduciendo
algún tipo de corte en el flujo de capital intelectual que recorre la cadena
generacional. Este sería, por ejemplo, el caso de Ortega al importar las redes
filosóficas alemanas al contexto hispano o el de la Escuela de Madrid al campo
de la filosofía mexicana de los años 30 y 40.
Debemos
aclarar aquí tres cosas. Primero, que la recepción entendida en estos términos
–y tal y como ya nos han enseñado los autores a los que me he referido al
principio de mi intervención- supone un ejercicio creativo por parte del
receptor, un uso en función de su bagaje, sus expectativas y las circunstancias
en las que se incorporan las nuevas ideas. Segundo, bagaje, expectativas o
circunstancias no pueden entenderse exclusivamente en términos lingüísticos o
como meras relaciones de sentido. La reconstrucción de las condiciones sociales
de posibilidad debe acompañar al análisis del marco textual que permite la
recepción. Tercero, no basta con apelar al auxilio de la sociología de la
filosofía. Los procesos de recepción intelectual suelen resultar el efecto
combinado de una actividad de importación y una de exportación; en otras
palabras, de la adecuación entre una oferta y una demanda que encuentra en las conexiones
internacionales de los pensadores y en las instituciones que estos forjan, el
medio adecuado para consumar el proceso. Dado que la oferta y la demanda se
originan en circunstancias sociales y textuales diversas que afectan al uso y
al sentido de las ideas, el estudio de la recepción filosófica debería implicar
una suerte de historia comparada.
Sin entrar a discutir por qué los
historiadores de la filosofía no suelen leer a los clásicos de la
historiografía, me gustaría apelar aquí a la figura de Marc Bloch. Ya en la
década de los 20 del siglo pasado, Bloch se pronunciaba a favor de una
comparativa controlada metodológicamente, distinguiendo entre comparación como
facultad intelectual del ser humano y método comparativo como técnica racional de
investigación. Recordemos que para Bloch existían dos tipos de métodos comparativos:
el restringido y el ampliado. Este último consistía en comparar unidades
históricas los suficientemente alejadas en el tiempo y el espacio como para
suponer que no había habido contacto entre ellas, de forma que el análisis
contribuyera a arrojar claves para una suerte de antropología histórica. El
método restringido, en cambio, partía de la observación de fenómenos similares
en ámbitos que podían haber tenido algún tipo de contacto con el fin de
identificar si estas similitudes –y las diferencias concomitantes- tenían un
mismo origen, eran producto de influencias recíprocas o procedían de
similitudes evolutivas. La comparación restringida, amén de gozar de una
aplicación empírica mayor, es la más adecuada para estudiar los procesos de
recepción de ideas y sus canales.
Heredero de la escuela durkheimniana,
Bloch consideraba esencial al método comparativo elaborar unidades de análisis
que rompieran con los datos suministrados por el registro histórico. En este
sentido, para comprender un fenómeno de recepción intelectual deberíamos crear
un objeto teórico como sistema de relaciones que, rompiendo con la evidencia
empírica, permitiera identificar las semejanzas y diferencias que determinaron
la forma en la que tuvo lugar la recepción.
La filosofía
comparada que se realiza hoy día no nos ayuda demasiado a una comprensión de
los procesos de recepción en los términos que he presentado. Un recorrido por
las producciones de esta disciplina arroja un panorama temático centrado en el
análisis comparado de “civilizaciones filosóficas” (la comparación amplia de
Bloch), en el que además no suele llevarse a cabo una ruptura metódica con las
unidades del registro filosófico (v.g. comparando la filosofía china y la
filosofía griega o el concepto de alma en Mencio y Aristóteles). Trabajos como
los de Randall Collins, los de Fritz Ringer o Christophe Charle son en este
sentido una excepción.
En nuestro
caso, el objeto teórico que hemos construido responde a tres variables: el
grado de autonomía del campo filosófico, la problemática específica del campo y
la morfología de las redes filosóficas. Por una cuestión de tiempo no voy a
tratar en profundidad cada una de estas variables. Para el primer caso solo
señalaré que en otros trabajos he creído oportuno, en una línea similar a la de
Christophe Charle, considerar el grado de autonomía del campo como la variable
clave de la comparativa, si bien, a diferencia del historiador francés,
elaborando el tipo ideal de campo completamente autónomo que, en calidad de tertium comparationis, permita medir el
grado de autonomía, en este caso, de los campos filosóficos español y mexicano.
Por otro lado, la problemática específica como espacio de discusión no solo
contribuye a definir la frontera del campo filosófico sino que también define
el marco significativo en el cual se ponen en uso las categorías e ideas
filosóficas. La comparativa entre problemáticas contribuye a entender entonces las
similitudes y diferencias en torno a estos usos. Finalmente, la morfología de
las redes filosóficas, las tomas de posición en relación al campo de las
problemáticas legítimas, nos remitirá a la estructura generacional que
caracteriza a cada unidad de comparación. Para descargar al concepto de
generación de ciertos sesgos sobre los que no hablaré ahora, me he apoyado en
la propuesta de Mannheim quien dicho sea de paso, también construye el concepto
de generación a partir de un tipo ideal de sociedad sin generaciones.
Quizás en el
debate podamos discutir algunos de estos conceptos. Pasemos ahora a exponer
brevemente como contribuyen a explicar el caso que nos ocupa.
Como todos sabemos el periplo de la
Escuela de Madrid comienza en España en los años 10. En México, la primera
recepción tendrá lugar a medidos de la década de los 20 con la llegada a
tierras aztecas de la Revista de
Occidente. Según Octavio Paz, hacia 1925, la Revista de Occidente
impregnaba buena parte del ambiente intelectual, no solo mexicano sino de toda
América Latina.
Comparado
con el estadio anterior, estas fechas se corresponden con el inicio de un
proceso de conquista de autonomía intelectual. En ambos casos, esa conquista de
es resultado de dos eventos: una reforma escolar y académica que parte de una
fracción de las propias elites intelectuales y una transformación de la
estructura social y en consecuencia de la posición de clase de los
intelectuales que, podríamos decir, emerge como grupo con conciencia de clase.
En España, la hegemonía que alcanzan las redes laicas (especialmente el nódulo
institucionista) a costa de las redes católicas enlaza con la retórica del
regeneracionismo y permite introducir ciertas reformas que afectan tanto a la
educación básica como a la superior, generando condiciones favorables para el
incremento y fortalecimiento de un mercado intelectual. En el caso mexicano,
estas reformas que introduce desde el gobierno porfirista el Secretario de
Educación Justo Sierra se centran fundamentalmente en la educación superior,
con la fundación de la Universidad Nacional y de la Escuela de Altos Estudios.
Justo Sierra, representante de un positivismo crítico se enfrentaría a la
oposición de los positivistas más dogmáticos y de los intelectuales católicos.
Por otro lado,
debemos considerar las transformaciones sociales que conducen a la eclosión de
esa posición desde la que los intelectuales se constituirán como grupo
diferenciado. Un factor clave destaca en el panorama español desde comienzos
del nuevo siglo: la emergencia de un nuevo tipo de clase media urbana que contribuirá a romper lenta pero inexorablemente
los equilibrios del turno político. Una nueva generación intelectual que vive
en primera persona el enroque de la elites políticas y la revitalización del movimiento
obrero encuentra en esta nueva clase media, emergente y reformista, su nicho
natural de origen y destino. Como resultado, la figura del intelectual como
expresión de unos intereses diferenciados de las redes políticas se hace más
nítida.
En el caso
mexicano el evento clave sin duda es la Revolución. De los efectos que produjo
este terremoto destacaremos dos: una progresiva erosión del elitismo escolar
que caracterizaba al porfiriato y la transformación del intelectual en un
funcionario depositario de los valores universales que hacía suyos la
Revolución. La relación con el proceso revolucionario y con las clases
populares constituirá el horizonte compartido por la inteligencia mexicana de
la década de los 20.
El
debate sobre la función del intelectual que se genera dentro de la
intelectualidad española y mexicana –lo
cual denota el desarrollo de cierta autoconciencia de grupo- está condicionado
por las peculiaridades del proceso que la origina. En el caso español,
siguiendo en este punto a Santos Juliá, podemos encontrar 5 posiciones que
surgen progresivamente desde los años 10 hasta los 30. En los 10 se discute
sobre si el intelectual debe intervenir en la vida pública de forma individual
o de forma colectiva, mediante una asociación de intelectuales que contribuya a
generar conciencia social. En los años 20, surge la posibilidad de un
retraimiento a las funciones específicamente intelectuales o bien la formación
de un partido político liderado por intelectuales. En los 30 se discute sobre
la subordinación del intelectual al servicio de una causa política.
En el caso
mexicano la secuencia varia. Me extenderé un poco más aquí ya que puede
resultarles una historia menos familiar.
Durante el gobierno del general Obregón y la Secretaría de Educación
Pública de Vasconcelos (entre 1921 y 1924) se inicia un periodo de intensa
colaboración entre intelectuales y gobierno que adquiere, a nivel de la
educación básica, las características de un autentico apostolado pedagógico; y
que supone en la educación superior una consolidación de las reformas de Justo
Sierra. Este clima se enrarecería con el ascenso al poder de Elías Calles, la
renuncia de Vasconcelos y las ambiciones políticas que comenzaron a mostrar
algunos de los miembros de la hermandad intelectual. En este marco, salta a la
palestra una reflexión explícita sobre el papel del intelectual en el proceso
revolucionario en términos, fundamentalmente, de autonomía creativa y libertad
académica. Las posiciones serán 4. Por un lado, los intelectuales marxistas
defienden la necesidad de supeditar el trabajo intelectual a las urgencias del
proceso revolucionario y promueven la ley que impone el socialismo como
ideología educativa oficial. Frente a
esta posición, figuras como Antonio Caso –el gurú de la filosofía mexicana del
momento- reivindica la autonomía intelectual y el papel de la inteligencia para
corregir desde su espacio natural (el aula) los excesos de la Revolución. Por
otro lado, José Vasconcelos quien aglutina en torno a su candidatura a la
presidencia a un potente movimiento estudiantil representa una suerte de
sofocracia encaminada a civilizar la barbarie de la clase política mexicana.
Nos interesa especialmente la cuarta posición. Esta se encuentra representada
por figuras como Gómez Morín y Cossío Villegas quienes, en este contexto
polémico llevan a cabo una primera recepción de la obra orteguiana
privilegiando los aspectos, que como ocurría con el concepto de generación, de
técnica o de minoría selecta,
contribuían a definir el papel del intelectual en el proceso
revolucionario, en este caso, como grupo capaz de orientarlo mediante la
creación de una generación tal y como había sido tematizada por Ortega en El tema de nuestro tiempo.
Ahora bien, el
incremento de la autonomía intelectual y las sinergias que lo alimentaron
constituyeron tanto en México como en España la base sobre la que se desarrolló
un campo filosófico como espacio intelectual distintivo, profesionalizado y
conectado con los circuitos internacionales. En España, Ortega y la Revista de Occidente serán dos de los
principales agentes de este proceso. Ambos contribuyen a elevar las competencias técnicas y capitales
específicos exigidos para ser reconocido como filósofo competente -lo cual, dicho de paso, no quiere decir que
la filosofía “se haga pura” sino que la cantidad y calidad de los
recursos necesarios para hablar competentemente en el campo filosófico (v.g.
recursos científicos) se incrementa-. En otras palabras, la supeditación del
pensamiento a las exigencias temporales e ideológicas de las familias políticas
y de la Iglesia se relaja. Apertura hacia los debates específicamente
filosóficos que tienen lugar en focos internacionales, el dominio de lenguas
extranjeras o la extensión de nuevos tipos de interacciones -como el seminario
de investigación o el artículo especializado- son conquistas a las que
contribuye de manera decisiva la Escuela de Madrid: durante los años 30, los
alumnos de Ortega no harán sino profundizar estas líneas ya abiertas por el
maestro.
La secuencia mexicana está marcada por el
dominio del positivismo durante el estadio anterior. La filosofía había sido
eliminada de los planes de estudio con la reforma de 1867. Antonio Caso
introduciría diferentes materias de contenido filosófico y promovería en 1924
la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras, en la que se regularía la
docencia de estas materias.
Por otro lado, a partir de 1927 se suceden
una serie de debates entre Antonio Caso y antiguos alumnos suyos, en los que
estos señalarían algunas de las carencias de la filosofía del maestro. Estas
carencias apuntaban precisamente hacia la falta de profesionalización de la
disciplina, tal y como era practicada por Caso. Samuel Ramos fue uno de los
protagonistas de esta ruptura generacional. Próximo al grupo literario de los
Contemporáneos –cuya revista homónima copiaba el formato de la Revista de Occidente- reivindica una
lectura intelectual y filosófica de Ortega alejada de la recepción “mundana”
que habían llevado a cabo los Morín y Cossío en el debate sobre el papel de los
intelectuales en la Revolución. El circunstancialismo y el perspectivismo así
como la psicología colectiva y la filosofía de la cultura constituirían –amén
de la ambición de profesionalización de la filosofía- el fondo de recursos
desde el que Ramos polemizaría con Caso.
Ramos constituye pues la punta de lanza de
esa nueva generación de filósofos que formada en las aulas de Caso sería la
encargada, ya en la década de los 40, de incrementar la profesionalización y la
internacionalización de la filosofía mexicana, mediante la creación de
instituciones adecuadas para el desarrollo de la investigación filosófica y la
introducción de nuevas prácticas y recursos que redundaron en un incremento de
esa autonomía. En este sentido, la llegada del contingente del exilio vino a
contribuir de forma decisiva a este proceso ya en marcha. La forma exitosa en
la que la Escuela de Madrid se inserta en los circuitos filosóficos mexicanos
debe entenderse como resultado del encuentro entre dos poblaciones de filósofos
profundamente implicadas con la conquista de autonomía del campo
filosófico.
Hasta aquí, cómo la variable de la
autonomía intelectual y filosófica contribuye a explicar condiciones de
recepción del orteguismo en México. Nuestra segunda variable se refiere a la
problemática específica que daba cierta cohesión a cada uno de esos universos
intelectuales. En el caso español, la formación de la Escuela de Madrid debe
situarse en el ámbito de una transformación del orden del día filosófico. En el estadio anterior -y como refracción de
los equilibrios de fuerza entre las familias políticas del turno- dos problemas
principales ocupaban el centro de atención: la relación entre la fe y la razón
y el problema de la ciencia positiva.
La crisis del 98 y el regeneracionismo
introdujo tres nuevos problemas que, si bien habían flotado en el orden del día
del estadio anterior no se habían convertido en temas con rango propio: el
problema de España, el de la educación y el ya referido del papel del
intelectual. Frente a estas problemáticas ideológicas irrumpieron otras
específicas, propias del debate filosófico que estaba teniendo lugar en Europa
como resultado de la crisis de la razón naturalista y el paradigma de la
ciencia positiva: ¿es posible una refundación de la razón sobre nuevas bases o
debe en cambio abandonarse el proyecto de la racionalidad? ¿qué papel ha de
desempeñar la filosofía ante el desarrollo de una nueva ciencia alejada de las
bases realistas de la ciencia decimonónica? ¿cómo encarar el desafío que supone
el desarrollo de las ciencias históricas?
En pocas palabras, la solución que ofrece
Ortega a este campo problemático pasa por entender el problema de España en
términos de un atraso técnico con respecto a Europa y su solución por el
incremento de las competencias científicas y culturales, especialmente entre
una elite intelectual capaz de cumplir con su papel generacional. Y para llevar a cabo esta labor, esa elite
debía situarse a la altura de los tiempos, lo que filosóficamente hablando
suponía superar las antinomias del racionalismo y el irracionalismo a través de
los dictados de una razón vital o
histórica. Los discípulos de Ortega interpretarían este programa de forma
diversa según capitales específicos, expectativas y trayectorias, si bien
compartían su tronco común.
Cuando en la década de los 20 se produce
la primera recepción de Ortega en México, Antonio Caso ocupa el centro de
atención filosófico. Recordemos que su programa se desarrolla en diálogo con el
positivismo menguante. Apoyándose en unas disposiciones religiosas heterodoxas
y en una sólida formación humanista, Caso abogaría por una rehabilitación de la
metafísica que, considerando el giro kantiano y apoyándose en Schopenhauer,
Bergson y James, adoptaría el rostro de un irracionalismo de corte cristiano.
La filosofía, cuyos objetos ideales la constituyen como saber independiente de
la ciencia, es concebida por Caso como una empresa existencial de salvación;
empresa que en su vertiente política implica la constitución de una democracia
a través, no de la imitación de fórmulas foráneas, sino de propuestas genuinas
adaptadas a la circunstancia mexicana.
Este será el campo problemático en el que
se forja toda una joven generación de filósofos cuyo desafío será,
precisamente, desarrollar una alternativa al programa del maestro. De este
modo, frente a la metafísica irracionalista de Caso, se introduce como tema de
discusión la reconstrucción de la razón, ya desde enfoques metafísicos o
antimetafísicos, ya desde una posición específicamente filosófica o desde el
diálogo con las ciencias naturales y sociales. Esta rehabilitación de la
racionalidad va a situar en un primer plano el problema de la relación entre
razón e historia y entre filosofía y ciencia positiva, adquiriendo un perfil
específico en un ámbito nuevo: el de la axiología y, de forma específica,
el de la axiología jurídica y su relación con el derecho positivo. Por otro
lado, la reflexión sobre el ser mexicano y el problema de la autenticidad de la
cultura azteca se encuentra presenta a través de la figura de Samuel
Ramos.
Este marco problemático condiciona la
favorable recepción de los miembros de la Escuela de Madrid que encararon la
senda del exilio. Su aportación consiste en dotar de una orientación específica
a esta serie de problemas que encuentran a su llegada a México. El debate sobre
la relación entre historia y filosofía se desarrollará, por un lado, a partir
de la vía fenomenológica dando lugar, en estrecho contacto con las ciencias
sociales, a una historia de las ideas que engarza con la preocupación de Caso
por las tradiciones intelectuales autóctonas. Por otro lado, siguiendo
la senda del existencialismo heideggeriano y enlazando con la obra de Ramos,
dando lugar a lo que se conoció como la filosofía de lo mexicano; proyecto que
pretendía explorar los existenciales propios del ser mexicano y evaluar la
posibilidad de desarrollar una autentica filosofía mexicana. Finalmente, a
través de Recasens Siches, el problema de la relación entre axiología y derecho
positivo se desarrollará a partir de esa particular reelaboración de la razón
histórica que responde a la lógica de lo razonable; apuesta que competirá en el
nuevo campo de la filosofía del derecho azteca con la de los neokantianos,
neotomistas y cientifistas.
Pasemos
ahora a la tercera variable que contribuye a explicar el modo en el que tuvo
lugar esta recepción: la estructura generacional que caracterizaba a ambos
universos intelectuales. Si comparamos ambos universos, el elemento más
característico es el diferente peso que adquieren los conflictos generacionales
a la hora de generar creatividad intelectual: en el caso mexicano estos
conflictos resultan mucho más decisivos.
En la década de los 10 el campo filosófico
hispano se encuentra estructurado por tres complejos generacionales. Uno,
saliente, que había dominado la vida intelectual del último tercio del siglo
XIX (los Salmerón, Giner o Menéndez Pidal). Otro, que se había consagrado como
resultado de la progresiva desintegración del estadio político e intelectual
anterior, de las reformas emprendidas por la red institucionista y por la
constitución de una nueva disposición vivencial que desnaturalizaba los
problemas heredados de la generación anterior. Finalmente, un tercero en
formación que eclosiona ya en los años 30 y en el que se sitúa el contingente
del exilio filosófico. La mayor creatividad intelectual durante los años 10 y
20 se produciría dentro del segundo complejo generacional. Este estaba
polarizado en cinco unidades generacionales. Por un lado, los herederos de las
redes católicas; por otro los de las redes laicas, que se habían subdividido a
su vez en tres nódulos: uno literario, que podemos considerar como precursor y
que apostaba por una metafísica irracionalista de tintes religiosos (el 98);
otro formado en las aulas de la institución y que privilegiaría
fundamentalmente los problemas de la ética, de la filosofía de la educación y
de la filosofía del derecho; y un tercero al que representan Ortega y Morente y
que se forma, como por todos es sabido, a partir de la fusión de esta herencia
con las redes de la filosofía germana. Finalmente cabría mencionar a la Escuela
Barcelona, que emerge a finales de la década de los 20 de la evolución
semiautónoma de las redes catalanas. El futuro contingente de exilio se forma
en ese nuevo marco filosófico que compaña a la consagración de la empresa
orteguiana. Lo que antes podía considerarse una excepcional particularidad
filosófica pasaba a constituirse como requisitos de ingreso y consagración, al
menos en los círculos filosóficos más creativos. La nueva generación, hija de
este estadio filosófico, comienza no obstante desde mediados de la década de
los 30 a mostrar cierta independencia creativa con respecto al maestro: Zubiri,
Gaos, Recasens representan entre otros esta tendencia.
Pasemos ahora a
México. Como hemos señalado, los conflictos generacionales entre los
intelectuales mexicanos resultan más decisivos, debido a que los cambios en las
formas de acceso al mundo intelectual son mucho más radicales que en España. La
Revolución, por ejemplo, acelera de manera drástica la transición generacional
que estaba teniendo lugar a principios de siglo. Desde mediados de la década de
los 10, Caso y Vasconcelos –si bien por una serie de contingencias que
conciernen a su toma de posición política durante la contienda- no solo se han
consagrado como las grandes figuras intelectuales del momento sino que
promueven a toda una joven generación que aprovecha la criba revolucionaria.
Ambas
generaciones desarrollan actitudes opuestas hacia el quehacer filosófico que
tienen su origen en contextos políticos e intelectuales diversos y en la nueva
demanda de bienes filosóficos que de estas nuevas condiciones se derivan. A diferencia del complejo generacional en el
que se sitúan los Caso y Vasconcelos, la nueva generación experimenta la etapa
militar de la Revolución durante sus años formativos lo que les impide, a
diferencia de sus mayores, intervenir como protagonistas en alguno de los
bandos enfrentados. El salto a la vida pública de este complejo generacional
tendrá lugar a partir de 1920, cuando la Revolución comienza a tomar la senda
de la institucionalización y la construcción del aparato estatal. Como
consecuencia, el mundo intelectual mexicano se encontrará cada vez menos
sometido a la demanda de bienes de salvación y más a la exigencia de
competencias técnicas y de una mayor
reflexividad y serenidad de la labor intelectual.
En este contexto
intelectual y político, la propuesta de
Ortega no dejaría de mostrarse sumamente atractiva frente a la que ofrecían los
ateneístas (la generación de Caso y Vasconcelos). No debe de resultar extraño
que -a excepción de Alfonso Reyes,- ninguna de las grandes figuras del Ateneo
se declarara devota del filósofo madrileño. Apelar a Ortega como hizo Samuel
Ramos o los Contemporáneos frente a Caso, o Gómez Morín frente a Vasconcelos
era una apuesta cargada de contenido generacional. El viaje iniciático fuera de
México y la progresiva la sustitución de la influencia filosófica gala por la
germana deben entenderse también como rasgos definitorios del “nuevo” tipo de filósofo
mexicano.
Por otro lado –y
con esto finalizo- la recepción del exilio filosófico puede leerse también en
términos generacionales. Cuando se produce el encuentro, ambos grupos se
encuentran en un momento de su trayectoria similar: en vías de consagración, en
el marco de un espacio de atención que aún no se encontraba saturado y de un
campo en pleno desarrollo institucional.
Por otro lado, el diálogo generacional entre los nuevos filósofos mexicanos
y sus maestros del Ateneo actúa como un catalizador del encuentro entre ambas
poblaciones. Profesionalización, internacionalización, rehabilitación de la
razón aun desde posiciones críticas, la reflexión sobre la circunstancia
nacional, entre otros elementos, conforman un fondo compartido de recursos que
adquiere en el caso mexicano un claro perfil generacional y que facilita la
recepción del exilio.
Debo terminar
sin embargo advirtiendo contra el peligro de recaer en una historia idílica de
este proceso. Un estudio ponderado de esta recepción debe considerar los
conflictos entre la propia población del exilio, por ejemplo, sin ir más lejos,
en torno la figura de Ortega (véase Gaos
contra Nicol); o entre la población del exilio y ciertas unidades generacionales
mexicanas (como los neokantianos contra Recasens, o los hiperiones -alumnos de Gaos- contra la filosofía científica de
Máynez). Pero esta ya es otra historia. Muchas gracias.
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