Sobre Antonio Martín Puerta, Ortega y Unamuno en la España de Franco. El debate cultural durante los años cuarenta y cincuenta, Madrid, Bellisco, 2008, 256 páginas.
El autor de este libro tiene dos objetivos. El primero es justificar la rebelión franquista debido a, por un lado, la amenaza de muerte que pesaba sobre todos los católicos españoles: cabría citarle al autor párrafos de Laín, sobre la caridad cristina de los combatientes y de Marías, sobre la necesidad para un católico de la guerra civil, pero sería, me temo, inútil. Por otro lado, al carácter liberal del franquismo, que sólo habría adquirido ropajes fascistas provisionales en su lucha contra la República totalitaria y genocida. De hecho, cuando los estudiantes se rebelan en el 56 contra Franco, eso sólo se debe a que, hijos de los vencedores, renace en ellos su sangre liberal. El autor cita para probarlo una encuesta de José Luis Pinillos en la que la mayoría de los estudiantes se declaran anticapitalistas. En fin.
El liberalismo es solo una palabra bajo la que se cobijan significados de los más variopintos y políticamente incompatibles. Como hoy podemos ser todos liberales (que no neoliberales), aclarar los múltiples significados de la palabra es una tarea ímproba. Además, no me concentraré en este aspecto del libro porque los humores políticos del autor y los míos son antitéticos y muchos de sus argumentos me resultan irritantes. Y, pese a ello, considero que es un libro interesante.
El segundo objetivo del libro es analizar el debate sobre las filosofías de Ortega y Unamuno –éste una figura más consensual, al que se dedica el capítulo 6, sólo será atacado masivamente en el 53 cuando la Iglesia entre en el debate sobre el control religioso de la enseñanza- que se desarrolló en España durante los años 1940 y 1950. La secuencia que ofrece el autor está bien trazada y permite comprender uno de los debates más interesantes de la historia del pensamiento español. Esa historia permite comprender también parte de las energías que se movilizaron contra la República y, aunque el autor no lo trata, un repertorio de argumentos que permite fijar qué es o no un buen filósofo. Este repertorio no se origina sólo en el debate (procede de tradiciones filosóficas anteriores) y sigue funcionando después de él.
¿Dónde situar la fecha de comienzo de la disputa? Sin duda, el autor, no lo dice, con el intento de actualizar el pensamiento tomista por parte de la Iglesia y de controlar a los intelectuales católicos. La encíclica Aeterni Patris de León XIII de 1879 y el juramento antimodernista (que tuvo que prestar Zubiri), de Pío X (1910, encíclica Pascendi) enmarcaron un comportamiento militante de la Iglesia en el campo de la filosofía. La ley Callejo (1928), como señala el autor, pretendió homologar los títulos concedidos por los jesuitas en Deusto o por los agustinos en el Escorial (allí estudió Dionisio Ridruejo, recuerdo) y provocó no sólo revueltas estudiantiles sino la renuncia, entre otros, de Ortega a su cátedra. Buena parte de la polémica podría interpretarse cómo el proceso por el que una red filosófica marginada se reivindica frente a la norma filosófica dominante.
La polémica la comienzan tres libros de jesuitas (publicados entre 1942 y 1946). Las críticas que dirigen a Ortega Joaquín Iriarte (Ortega es un catedrático de Metafísica que carece de Metafísica, ausencia de sistematicidad, fascinación por lo sociológico y lo psicológico), el mexicano José Sánchez Villaseñor (vitalismo flexible frente a racionalismo moral), Juan Roig Gironella (Ortega reduce la filosofía a la psicología) e incluso, para completar, el presbítero Juan Sáiz (Ortega es el kantismo en desintegración) son críticas filosóficas que se escucharán también entre quienes no son eclesiásticos: de hecho, Ortega las había escuchado de sus propios discípulos antes de la Guerra Civil.
El autor considera que todos los falangistas, culturalmente, tenían raíces orteguianas. Evidentemente, sí, aunque los discípulos de Zubiri –que es a quienes, por sinécdoque, se llama erróneamente falangistas- mantenían una actitud crítica que, expresada en un lenguaje filosóficamente contemporáneo, no se diferenciaba mucho de la forjada en el revival tomista de los Seminarios.
Evidentemente, las etiquetas con las que se juzga normalmente al pensamiento español (por ejemplo, falangistas contra ultracatólicos) sirven poco para comprender las diferencias. Yela Utrilla era falangista, suspendió la tesis de Marías y ocupaba un puesto básico en la Universidad de Madrid en los años 40. Ruiz-Giménez fue miembro de la ACNP y solidario con lo que se suele llamar el falangismo. Este libro, me parece, ayuda a comprender que debemos poner en relación los grupos en combate con una historia institucional que me parece triple. Primero, y es una historia internacional que, no podía ser menos, impacta en la “Luz de Trento”, la lucha del tomismo de los seminarios –con su tremenda pobreza intelectual- con la filosofía laica y el intento de la primera por expulsar a la segunda y de la segunda por descalificar a la primera. Cabría decir que las diferencias entre Zubiri y Ortega participan, en cierta medida, de ese proceso y la redacción de La idea de principio en Leibniz no se entiende sin él. Ángel González dirá, y es muy significativo, que la Aurora de la Razón Vital (el texto que Ortega nunca pudo publicar) la escribió Santiago Ramírez en su libro crítico sobre Ortega. El esfuerzo de Marías por sistematizar a Ortega no se entiende tampoco fuera de esa lucha entre estilos filosóficos. Segunda, las diferencias internas en la España nacional y sobre todo la política de ocupación de puestos universitarios que ocasionan choques tempranos entre el grupo de Burgos y las redes de extrema derecha católica (antes de la guerra, organizadas en torno a Herrera Oria). Tercera, la oposición de dos unidades generacionales (la de Burgos y la de Arbor), que se convierte, en una polémica abierta entre dos fracciones franquistas cuando se reforma el sistema de provisión de puestos universitarios tras el acceso al Ministerio de Ruiz-Giménez: modifica el sistema de tribunales y permite que se lean tesis doctorales fuera de Madrid. El control de la Universidad central se resquebraja y es, en ese momento, donde Calvo Serer pone la cátedra de Metafísica de Madrid en el centro del debate político. La Iglesia entra en el debate, como explica muy bien Martín Puerta, temerosa de perder el control de la enseñanza, enfrentándose a un grupo formado por un católico (Ruiz-Giménez) y por fascistas suavizados (ver la biografía de Francisco Morente, Dionisio Ridruejo. Del franquismo al antifraquismo, Madrid, Síntesis, 2006) procedentes de Burgos –no aperturistas, como dice el autor- y que controlaban el aparato cultural. El grupo de Arbor intensifica las críticas a Ortega: hasta el obispo de Astorga (recuerdo: la tierra de González Álvarez), en 1953, llamaba a Ortega ensayista y no filósofo y la Conferencia de Metropolitanos (1956) se ocupó de evaluar a Ortega. Para defender a Ortega, Marías se une en una campaña común con Laín y Aranguren, esto es, las fidelidades orteguianas se coaligan con las zubirianas. Entre ambas, durante los años 1950, había tensiones enormes que este libro no explica. De hecho, si se lee lo que dice Ángel González Álvarez sobre Ortega en el homenaje tras su muerte (Ortega es incapaz de ontología y queda fuera de la actualidad, para la que “la tradición es el futuro”), hay mucho en lo que coincidir con lo que pensaba Zubiri. No en vano, Ángel González Álvarez (elemento central en una campaña religiosa, y política en la que él ue el elemento académico) impondría un tipo de historia de la filosofía completamente antiorteguiana. Basta con leer las primeras páginas de su tesis doctoral dirigida por Yela Utrilla.
Pero con esto se sale ya del libro para adentramos en una reconstrucción más compleja de este proceso para la que la realizada por Martín -basada en un verdadero trabajo histórico- es recomendable: incluso para quienes no compartimos los marcos teóricos, no digamos políticos, del autor.
Interesantísimo, José Luis; magnífica síntesis crítica dle libro. Sólo hay una cosa que no he entendido; el último párrafo: "Pero con esto se sale ya del libro para adentramos en una reconstrucción más compleja de este proceso para la que ésta -basada en un verdadero trabajo histórico- es recomendable: incluso para quienes no compartimos los marcos teóricos, no digamos políticos, del autor"
ResponderEliminar¿A qué se refiere "ésta" que es recomendable?; ¿al libro o a la reconstrucción histórica compleja? No lo entiendo bien