1968 fue un año cardinal en la historia del siglo XX. El mayo francés, con la huelga general más larga de la historia del movimiento obrero, trajo consigo grandes esperanzas de alcanzar ese cambio social verdadero y profundo que la tradición marxista había depositado en los ánimos de estudiantes y trabajadores. Paralelamente, y en parte solapado por la efervescencia parisina, en el ámbito de influencia de la URSS, en Checoslovaquia, un tardío proceso de desestalinización conducía de la mano de Alexander Dubček los anhelos de reforma y democratización, manifestados por escritores, estudiantes y un amplio sector de la población. Un sector del Partido comunista checoslovaco (KSC) hacía patente la necesidad de corregir errores y buscar nuevas rutas, nuevas formas políticas, que sin renunciar al programa socialista, hiciesen atención a los problemas concretos que lo obstaculizaban: centralización del poder en una burocracia de estado, pobreza democrática y limitación de las libertades ciudadanas, consideración de una falsa homogeneidad en la clase trabajadora, desequilibrios nacionalistas y políticas represivas de matriz estalinista –aquellas que habían purgado la cúpula histórica del partido en los procesos de 1949-1953–. Enfrentarse a estos problemas fue una apuesta por la “veracidad política” que emanaba de una autocrítica valiente, una experiencia que, como sostuvo en su momento Manuel Sacristán, fue valiosa en sí, por el hecho de haber existido. La invasión a Praga por las fuerzas de Pacto del Varsovia y el secuestro de los dirigentes checoslovacos “reformistas” concluyó con el reestablecimiento del sector más tradicionalista en la dirección del KSC y con la liquidación política de Dubček (expulsado del partido en julio de 1970) y de su proyecto.
Los años posteriores al mayo francés y a la primavera praguense fueron los años de la desilusión. En Francia, la ansiada repetición de la huelga general nunca aconteció, en su lugar se hizo patente, en toda Europa, un paulatino pero constante declive del movimiento obrero, en sintonía con una reorganización del capitalismo que, como han mostrado Boltanski y Chiapello (1999), supo recoger parte de las demandas del movimiento francés. Esto ocurría paralelamente a la asfixia de los intentos, en mayor o menor medida revolucionarios o democráticos, en el ámbito latinoamericano y a la agonía y posterior muerte de la Unión Soviética.
1968 fue un año clave en la vida política e intelectual de Manuel Sacristán Luzón. Al examen del ensayo checoslovaco y las consecuencias de su final trágico, Sacristán dedicó reflexiones que tienen hoy pleno valor para seguir pensando esta derrota como una experiencia de la cual sacar lecciones para el presente. Salvador López Arnal ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a la investigación, edición y difusión de la obra de este relevante filósofo y político español, y es sin duda, uno de los más autorizados conocedores de su pensamiento y su vida. La destrucción de una esperanza es un extenso ensayo, que tomando como punto de partida la experiencia checoslovaca, reconstruye un tramo del pensamiento de Sacristán. Este conduce desde el “doble aldabonazo” de 1968, hasta el último periodo de su vida, marcado por la crisis global del movimiento emancipatorio y por la búsqueda de una renovación de la tradición en la integración de las temáticas ecosocialistas, feministas y pacifistas.
El libro –como sugiere Santiago Alba Rico en su prólogo–, por la complejidad y diversidad de temáticas que intenta abarcar, nos cuentas varias historias a la vez. Una es la historia de la Primavera de Praga. La primera parte del libro es un recorrido por los antecedentes históricos de la primavera praguense. Su autor, en coincidencia con opiniones de Sacristán citadas en el texto, destaca algunas particularidades del desarrollo checoslovaco posterior a la segunda guerra: una “rápida recuperación del tejido industrial y el reconocimiento de la autonomía política de Eslovaquia”, un socialismo constituido sobre la base de la experiencia popular en la resistencia frente al nazismo, y un Partido Comunista que contaba con gran apoyo popular y que había llegado al poder dentro de una coalición política de centro izquierda. Estos factores, entre otros, habían posibilitado el inédito ensayo de democratización checoslovaco. Un desarrollo económico que no llegaba a traducirse en “elevación cultural” o “mejora en la vida cotidiana” cristalizaría en una amplia crítica social, entendida como reacción frente a las arbitrariedades de la política neostalinista de Novotný en Checoslovaquia y de Brézhnev en la URSS. Salvador López Arnal continúa narrando los acontecimientos desde la llegada de Dubček a la dirección del KSC en enero de 1968, deteniéndose con especial cuidado en el “Informe Dubček”, este “nuevo estadio de la revolución socialista” que admitía no tener un plan preciso, pero sí un principio básico: “enfrentarse a los problemas oportunamente y con el pueblo”. La primera parte del libro se cierra con las reacciones del mundo comunista ante la invasión a Praga, concentrándose en la condena por parte del PCE y del PSUC, a su vez condicionada por la guerra fría y los contextos de exilio y clandestinidad de los partidos españoles.
La reacción de Sacristán ante el malogrado final del proyecto checoslovaco tuvo dos consecuencias editoriales de cierta relevancia. La edición, en colaboración con Alberto Méndez, de los informes elaborados por el KSC entre enero y agosto de 1968, publicados bajo el título de La vía checoslovaca al socialismo (Dubček, 1968), para la cual Sacristán escribió a modo de presentación “Cuatro notas a los documentos de abril del Partido Comunista de Checoslovaquia”. Y posteriormente, la entrevista sobre la Primavera de Praga que le fue solicitada por José María Mohedano, en ese entonces secretario de redacción de la revista democristiana y antifranquista Cuadernos para el diálogo (agosto-Septiembre de 1969). El libro que comienza a continuación se estructura en base ha estas referencias, abordando muchas de las temáticas que organizaron el pensamiento de Sacristán en el periplo antes mencionado. Salvador López Arnal nos muestra la relevancia de las aportaciones de Sacristán, para comprender algunas de las críticas que desde la misma izquierda se alzaron frente al intento checoslovaco. Leídas desde hoy, estas críticas dan cuenta, a la vez, de las nefatas consecuencias prácticas del “socialismo en un solo país”, como de las limitaciones del marco conceptual del marxismo predominante durante los años sesenta y setenta. La necesidad de abandonar el milenarismo y la interpretación erróneamente materialista, o si se quiere, hegelianamente idealista, que consideraba la revolución social como la consecuencia inminente de la marcha dialéctica de la historia, pone en evidencia un principio general que Sacristán legó a la tradición marxista: el antidogmatismo fundamentado en el hábito crítico. Este principio tiene consecuencias profundas tanto en el plano teórico, como en el práctico. En cuanto a la práctica emancipatoria, Sacristán tenía muy claro que no existe un único camino, ni una fórmula infalible, por eso desde su juventud consideró la política como “material circunstancial”, como una construcción siempre revisable al servicio de un proyecto, de una filosofía en sentido amplio. La acrítica exigencia de pureza en los modelos políticos en ensayos como el checoslovaco de 1968 –acusado de “exceso de democracia” o de encaminarse hacia el capitalismo– o el chileno de 1970 –al que por su fracaso, se le llegó a considerar una “revolución a medias”– representó un enorme obstáculo para el desarrollo de la tradición marxista y la práctica política emancipatoria, cuando no, el encubrimiento de intereses contrarios a la democracia y la movilización popular para defenderla. Sacristán, como buen marxista que fue, defendió como objetivo la desaparición del Estado, sin embargo, y esto es muy importante, era plenamente consciente de que no estaba dicho, ni escrito en ningún lugar, cómo tenía que darse en la práctica el tránsito hacia la sociedad emancipada. En este caminar y mientras existiese Estado, la legalidad socialista debía respetarse. Librar al Estado de “la constricción jurídica de sus formas” es, sostenía Sacristán, dar rienda suelta al poder, es dejarlo sin restricciones en manos de una minoría, aunque esta se llame socialista.
En agosto de 1968 a Sacristán se le solicitó consejo sobre la posibilidad de constituir una escuela de sociología dialéctica en Barcelona, donde se apostaría por un rumbo distinto del seguido por la sociología académica burguesa. Sacristán advirtió a los entusiastas sociólogos críticos sobre el peligro de confundir el trabajo científico, sea este burgués o no, con ideología en el sentido marxista. Una cosa era ser marxista y otra diferente era ser científico, aunque ambos posibles no tenían por qué ser incompatibles. A causa de esta confusión el desarrollo científico de la URSS, especialmente en los años treinta, había pagado un precio muy alto. En relación con la filosofía de la ciencia Sacristán nos iluminó sobre dos condiciones ineludibles imbricadas en la práctica: la consideración de que la validez del conocimiento como verdad científica, intersubjetiva y dependiente del nivel de formalización disciplinar, es relativamente independiente de su “génesis como producto cultural”, es decir, de las condiciones objetivas y subjetivas que posibilitan su desarrollo. Por otra parte, el uso o función ideológica –en sentido amplio– del conocimiento científico, pertenece al ámbito ético y por tanto político e implica una toma de posición que no está determinada, en último caso, por su validez epistemológica. El peligro ecológico que puede representar el desarrollo científico, pertenece a este ámbito de problemas y no a una relación directamente proporcional entre riesgo ecológico y calidad epistemológica de la ciencia.
En su libro, Salvador López Arnal destaca la inspiración gramsciana del proyecto de Dubček y la dedicación que Sacristán otorgó, especialmente en esta etapa de su vida, al estudio de la obra de Gramsci. En el verano de 1968 Sacristán preparaba, para la editorial siglo XXI, una antología sobre el político y teórico italiano. Sin duda la labor de Sacristán como estudioso crítico e introductor del marxismo en España es innegable. En su lectura de Gramsci se encuentran lecciones importantes para la teoría marxista que enriquecieron el debate español. La diferenciación entre una filosofía espontánea y una filosofía reflexiva y la situación política de los intelectuales en el camino de las clases populares para alcanzar la segunda, o la concepción de la vida humana como “centro de anudamiento” entre práctica y teoría, son reflexiones que amplían el horizonte teórico del marxismo y abren nuevos caminos posibles en la práctica. Salvador López Arnal pone énfasis en la cercanía entre la concepción filosófica de Sacristán y la tesis gramsciana que consideraba a la filosofía no “como una ciencia especial, separada de los demás saberes y superior a ellos”, sino como una práctica característica del ser humano que diluye la separación entre ser y conocer. En este mismo crítico año de 1968, Sacristán había defendido en un texto interesante y polémico –Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores–, una concepción de filosofía como saber de segundo orden, es decir, como reflexión que acompaña la práctica ya sea esta científica, artística o cotidiana. Sacristán, recuerda Salvador López Arnal, consideró a Dubček y Gramsci “auténticos pensadores”, no tanto por las soluciones que propusieron, sino por los problemas que plantearon. En términos muy similares se había referido Sacristán a Ortega, en un homenaje que la revista Laye dedicó al madrileño en 1953. “El sabio [escribía Sacristán, refiriéndose Ortega] si cumple su obligación, señala fines” (revista Laye, número 23, abril - junio de 1953). Esta había sido, para Sacristán, la labor de Ortega, al que consideró en este texto el Sócrates de los españoles. Sin duda la estimación de la figura de Ortega varía a lo largo de la vida de Sacristán, sin embargo, no creo que sea éste motivo para desechar su referencia. Se hecha en falta en el libro la referencia a Ortega, especialmente respecto a la temática antes mencionada. Yo considero –y me apoyo en los textos del propio Sacristán y en las investigaciones de José Luis Moreno Pestaña (2010) y Miguel Manzanera (1993)–, que la lectura que Sacristán hace de Gramsci, y no solo de Gramsci, está, en mayor o menor medida, filtrada por la impronta orteguiana. Esto se evidencia, por ejemplo, en lo referente a la concepción sacristaneana de filosofía y su relación con los demás saberes, especialmente con las ciencias históricas. La crítica de Ortega al escolasticismo reinante en la España franquista y su apuesta por una filosofía en contacto con las ciencias de su tiempo, que a la vez fuese asequible a un público amplio y no solo a especialistas, había calado fuerte en la lectura humanista y personalista que Sacristán hizo, en los primeros años cincuenta, del filósofo madrileño. No obstante, esto no implica que el magisterio de Ortega inunde todo el pensamiento de Sacristán. Sacristán fue un pensador complejo, tentacular, como gusta decir Laureano Bonet. La variedad de fuentes y la profundidad de su formación científico-filosófica le permitieron, por mencionar el ejemplo más relevante, calibrar el peso de la herencia hegeliana en la obra de Marx y evaluar su relación con el trabajo del Marx científico positivo.
Esta fructífera etapa de vuelta sobre los clásicos tiene otra dimensión. Como sostuvo Víctor Ríos en el documental Integral Sacristán de Xavier Juncosa (editado por El Viejo Topo, Barcelona, 2006), no cabía duda respecto a la calidad del marxismo de Sacristán, sin embargo, lo que era discutible o menos asimilable, eran las consecuencias políticas de su pensamiento revolucionario. Independientemente de que se esté o no en concordancia con los planteamientos programáticos de su etapa ecosocialista, feminista y pacifista, esta representó un esfuerzo valiente por seguir pensando los problemas del presente desde un punto de vista marxista, o dicho de otra forma, sirviéndose del marxismo para ensayar nuevas formas de vivir.
Con todo, creo que el libro esquiva un aspecto fundamental de la significación que el “doble aldabonazo” de 1968 tuvo para Sacristán en el ámbito personal, aunque con derivaciones políticas importantes. Las desavenencias de Sacristán dentro del PSUC, las limitaciones que este ambiente y que la gestión política en sí implicaban para el desarrollo intelectual, sumado a la crisis política vivida como crisis de un proyecto personal, llevaron a Sacristán a una profunda depresión. En el texto de autorreflexión que Sacristán escribió en el tránsito de 1969 a 1970 –que hemos podido conocer gracias al excelente trabajo de archivo que Salvador López Arnal ha realizado (Sacristán, 2003)– describe su profunda sensación de derrota como consecuencia de haber intentado recorrer, con igual solicitud, tanto el camino político y como el camino intelectual, esta es la gran tensión que recorre su vida y la principal causa de la reformulación de su última etapa como intelectual militante.
(Reseña publicada en el número 16 de la Revista de Hispanismo Filosófico).
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